Personajes que aparentan ser inocentes pero que en unos pocos movimientos revelan su verdadera naturaleza retorcida y malvada. Gente perversa. Vendedores de Biblias que esconden una petaca de whisky y naipes en una Biblia hueca y encima le quitan una pierna artificial a una joven, intentan violarla y al final le roban la pierna y la dejan abandonada en un granero. Asesinos, vagabundos malditos, niños incendiarios, mujeres que desde la ventana de la cocina observan todo, impotentes, rumiando el modo de vencer el miedo y vengarse. Pero al final pierden.
Ese es el mundo de los cuentos de Flannery O' Connor, que nació en Savannah, Georgia, en 1925, y falleció a los 39 años, en 1964. Vivió casi siempre en el campo, aquejada desde 1951 de una grave enfermedad de la sangre que la llevó a usar muletas. Escribió dos novelas y 31 cuentos en esa breve vida, además de criar pavos en su granja.
Sus Cuentos completos fueron publicados en 1971 por Farrar Straus and Giroux, en New York, y en español en 2005, por Lumen. Son perturbadores. Me recuerdan las atmósfera de pobreza eterna y retorcimientos de Faulkner, Carson Mc Cullers, Sherwood Anderson y Erskine Caldwell. Todos en el campo. No son escritores urbanos sino de gente que vive en granjas o en pueblos pequeños y anodinos, en el sur de Estados Unidos, donde hay negros que hasta pocos años atrás fueron esclavos (o sus padres y abuelos) y caminan silenciosos, trabajan, sudan, y funcionan como elementos imprescindibles en la atmósfera de cada historia. Gente marcada por la pobreza y las rutinas diarias. Personajes de los que no podemos esperar nada bueno porque nacen marcados por Dios para sufrir y retorcerse. Atmósfera cerrada y sórdida, dura y sin salida posible. Cada cuento es una trampa perfecta, terrible, oscura.
No hay lluvia que aplaque el polvo. No hay flores. No hay pájaros que canten en los árboles, no hay crepúsculos hermosos. No hay color. Todo es gris y negro. No hay una limonada fría a la hora de más sol y calor.
Sólo tenemos delante patios y caminos polvorientos, silencio, extraños que llegan con malas y solapadas intenciones, niños mudos o con retraso mental, viejos agotados. Un poco deprimente, como fue la vida de la autora.
No obstante, merece la pena leerlos porque fue una gran escritora. Yo los leo en pequeñas dosis. Y además, pongo distancia. Dejo un espacio vacío entre esa atmósfera y yo. No hay otro modo.