Mi casa

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© Héctor Garrido

martes, 24 de febrero de 2015

LA PRIMERA NOVELA

La primera novela que quise escribir fue una historia real que se desarrolló ante mis ojos a lo largo de varios años. Entre 1970 y 1980 más o menos, en un barrio pobre de las afueras de La Habana. Era la historia muy cruda de una muchacha bonita, inteligente, alegre y muy sexy. Fuimos novios y amantes muy lujuriosos y divertidos durante esos años. El relato se abría hacia su familia y algunos vecinos, estremecidos todos por situaciones inesperadas, inevitables y muy destructivas.
La pobreza, el subdesarrollo, la incultura y el azar se conjugaron como un pulpo gigante para atraparlos a todos, inmovilizarlos y destruirlos. Gente amable y  sencilla destrozada. Es una historia apasionante aunque contada así parece una novela de Balzac. 
Ahí nació el germen de toda mi obra: la pobreza, la miseria, el subdesarrollo hincando el diente y acabando con vidas que pudieron ser mejores y más fructíferas. Por supuesto, en esos años no sabía cómo escribir una novela. Hoy tampoco sé cómo se hace. Nadie sabe. He escrito poco. Unos cuantos libros de poesía y de cuentos y apenas cinco novelas. Pero sucede que cada novela es absolutamente diferente a las anteriores.Así que le doy largas  durante años y años. No me atrevo a empezar porque es como entrar en un camino desconocido por un bosque muy tupido y sin señales donde me voy a perder. Un camino que no sé adonde conduce. No tengo ni idea de qué puede pasar. Y eso me crea mucha incertidumbre y me aterra. Hasta que al fin reúno fuerza para empezar y seguir adelante, agónicamente, día tras día. Escribir una novela es muy duro. Creo que le pasa a muchos escritores. En estos días estoy releyendo un best seller de 1982: El olor  de la guayaba, en el que Plinio Apuleyo Mendoza entrevista a García Márquez. Este último insiste sobre los muchísimos años que le llevó rumiar todos sus libros, sin poder empezar porque no sabía cómo. Habla de 18 años para Cien años de soledad y 17 años para El otoño del patriarca. Y tiempos similares para los otros.
Digo que es agónica la escritura de una novela porque hay que convivir con el desasosiego, la incertidumbre, los miedos y penurias de un grupo de gente situada al borde del abismo, en situación límite.  Y a veces esa maldita compañía se prolonga hasta 2 años. O más. Cualquiera puede enloquecer. Yo terminé llorando cuatro días cuando escribía el final de El Rey de La Habana. Pensé que era una debilidad mía. Mi lado femenino actuando. Pero ahora me entero de que García Márquez se echó a llorar horas y horas cuando el viejo coronel Aureliano Buendía  muere en Cien años de soledad. Así que ya se me quitó mi sensación de tipo debilucho.
En su ensayo Leer y escribir el escritor caribeño de origen hindú V.S. Naipaul, premio Nobel 2001, expresa claramente: "En mis fantasías de ser escritor no había idea alguna de cómo empezar realmente a escribir un libro. Supongo -no podía estar seguro- que en aquella fantasía había una vaga noción de que una vez escrito el primer libro, los demás seguirían como si tal cosa. Descubrí que no era así. No lo permitía el material. En aquellos primeros tiempos cada nuevo libro suponía enfrentarse con el antiguo vacío una vez más y volver al principio. Los libros posteriores surgieron como el primero, impulsado únicamente por el deseo de escribirlos, con una percepción intuitiva, inocente o desesperada de las ideas y los materiales, sin comprender plenamente a dónde podían llevarme. El conocimiento llegaba con la escritura. Con cada libro profundizaba en el conocimiento y en la emoción, y eso desembocaba en una forma de escritura diferente. Cada libro suponía una etapa en el proceso de descubrimiento, era irrepetible".
Lo peor que me sucede con aquella primea novela que intuí hace unos 40 años es que no se me olvida. Recuerdo todos los detalles, todos los olores, los sabores, los ruidos. Todo. Cada cierto tiempo toda aquella gente reaparece en sueños, más bien pesadillas. Regresan siempre. Hace unos pocos años fui a visitarlos. Después de 30 años sin vernos. Ella me reconoció enseguida. Ahora vivían en otra casa. Aquellos niños pequeños ahora son hombres con hijos. Y. No sé. Creo que viven dentro de mí y me persiguen hasta que un día me decida y empiece a escribir esa novela. Creo que tengo que decidirme y empezar.

lunes, 9 de febrero de 2015

SLOPPY JOE´S BAR

Buena parte de mi infancia la pasé en los bares. Mi padre tuvo un bar restaurante de 1949 a 1954. Se llamaba El Camagüey y estaba en un lugar céntrico de la ciudad de Pinar del Río. Nosotros vivíamos atrás, en una pequeña casita con un patio lleno de plantas y flores. Una de mis diversiones preferidas era salir al bar a mirar a la gente, conversar de lo que puede conversar un niño de tres o cuatro años, y bailar porque la victrola no paraba: boleros, mambo, cha cha chá todo el día. Trabajaba una sola camarera: Nena. Muy buena persona y muy eficiente. Pero muy fea y con unas gruesas gafas de miope. Creo que mi padre la escogió para enfatizar sin dejar lugar a dudas de que aquel no era un bar de putas.  Pinar del Río era una pequeña ciudad de provincia, con gente amable y amistosa y poco dinero circulando. Después, en 1954, el negocio quebró, y nos fuimos a Matanzas a vender helados Guarina. Mi padre obtuvo la franquicia de esa marca para toda la provincia. Era un depósito grande, lleno de neveras enormes, carritos de helados y una camioneta con nevera. Había espacio además para dos o tres automóviles usados que mi padre reparaba. Los dejaba como nuevos y los revendía. Era su segundo negocio. Yo tenía que barrer y limpiar todas las tardes aquella nave enorme. Y además secaba y ordenaba los cartuchos de papel grueso en que venían envasados los helados. Cientos de cartuchos cada día que yo reciclaba (término que no se usaba en aquella época). Después los vendía en algunas fruterías cercanas y sacaba un dólar por cada cien cartuchos. Mi padre siempre insistía en inculcarme una disciplina de trabajo.
A una cuadra estaba el Sloppy Joe´s Bar de Matanzas. En la calle Magdalena entre Contreras y Manzano. A media cuadra empezaba La Marina, el barrio de las putas, que se extendía a lo largo de la margen derecha del río Yumurí. Era un bar con mucho swing. Se parecía a El Camagüey. Nada de glamour sofisticado ni decoraciones. Todo lo contrario. Un bar común y corriente pero con un aura muy especial. Con una clientela de marineros de todo el mundo, estibadores del puerto y putas. Más la gente normal del barrio. Era grande, amplio, con una barra larga al fondo y un solo bartender siempre sonriente que se deslizaba ligero y eficaz. Mi padre me llevaba por las tardes. Preparaban unas galletas de soda con jamón español, queso y pepinillos que no cabían en la boca. Eran enormes. En un rincón había un puesto para vender periódicos, revistas y muñequitos (después se llamarían comics). Y ahí encontré mi lugar. Aquellas galleticas "preparadas" más los comics. Fue una gran infancia. En el puesto se podía cambiar comics usados si añadías cinco centavos a cada cuaderno. Era un buen negocio. Yo vendía helados con mi padre, más los cartuchos de papel. Así ganaba algún dinero para invertirlo en comics sobre todo. Creo que leía un promedio de veinte comics diarios.
Después pasaron los años y por las tardes hacía tiempo sentado por allí -ya era uno más del barrio- para mirar y admirar a una mujer bellísima, muy parecida a Anna Magnani, que sobre las cinco de la tarde aparecía, sin prisas, caminando lentamente. Era una belleza de mujer, trigueña, con el pelo negro y largo, un vestido strapple bien apretado,  ojeras negras y profundas y una expresión dura y cansada en el rostro. Supongo que tenía muchos clientes y siempre estaba extenuada. Era atractiva-destructiva. Han pasado más de 50 años y no se me olvida. Cada vez que puedo la menciono. Aparece en muchos de mis textos, como un fantasma que me persigue. En el dedo índice tenía siempre enganchado un aro con la llave de su casa y le daba vueltas ostensiblemente. Gesto muy vulgar pero efectivo para indicar que tenía el cuarto disponible y quizás incluido en el precio.
Yo era un niño de diez años más o menos. Después avanzó la década de los ´60. Cerraron los bares, se aplicó una especie de Ley Seca, se acabaron los comics y las galleticas preparadas. Prohibieron la prostitución y muchas cosas más. Hubo bastante hambre en esa década. La gente se iba masivamente del país. Los tiempos se pusieron frenéticos y ruidosos. Los cambios fueron brutales. En todo. Todo, absolutamente todo, cambió. A mí me llevaron a un largo servicio militar en 1966.
Años después me enteré de que existieron tres Sloppy Joe´s Bar. Uno en Cayo Hueso, Florida, muy famoso, con Hemingway incluido. Otro en La Habana. Y el de Matanzas. El de La Habana lo reabrieron hace poco. Está a unos pasos del Parque Central. Tiene un letrero que asegura que lo inauguraron en 1917 y que es el primero de todos los Sloppy Joe. Ahora tiene unos precios prohibitivos, un aire de grandeza sofisticada y a uno le parece que ha entrado a un escenario teatral y no a un bar. Entran turistas incautos que no saben nada de nada. Nunca segundas partes fueron buenas. Y supongo, más bien espero, que el Sloppy Joe de Matanzas no lo reabran nunca  jamás. Ya no tiene sentido. Sería como si en Pompeya intentaran que la ciudad funcione de nuevo.