Mi casa

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© Héctor Garrido

jueves, 30 de agosto de 2018

CARILDA OLIVER LABRA

Carilda Oliver Labra acaba de fallecer en Matanzas el pasado miércoles 29 de agosto 2018, a los 96 años.
Era la gran poeta romántica de Cuba. 
Me desordeno, amor, me desordeno. Fue uno de sus versos que nos acompañó  durante toda la vida.
Para mí, en lo personal, más que una poeta maravillosa fue  mi profesora de inglés en la secundaria, entre 1963 y 1966. Era tan amable y sonriente que no parecía una profesora como las demás. Siempre sonreía, con una paciencia infinita. Durante algunos años la tuvieron apartada como poeta porque había escrito algo fuera de tono con las corrientes políticas de aquel momento.  Fueron unos cuantos años difíciles para ella. Después el tiempo limó las asperezas y las aguas tomaron su nivel. Yo la visitaba con frecuencia en su caserón colonial de Tirry 81, en el barrio de Pueblo Nuevo. Y nos divertíamos porque siempre me hacía cuentos e historias de todo tipo. Disfrutaba tanto la vida, con un sentido poético permanente que me contagiaba. Yo siempre salia alegre y feliz de su casa. Después, en 1975, me fui de Matanzas, y lógico, nos veíamos muy poco. 
Tengo algunos de sus libros. No todos. De vez en cuando cojo algunos y los releo. Siempre encuentro buen humor, generosidad y amor. Hasta sus poemas más eróticos rezuman cierto aire de infinitud, de sonrisa, de tomarlo todo como viene y transformarlo en amor y pasión. 
Ahora podría aquí escribir algunas de sus anécdotas más jugosas, aquellas que me contaba, sentados, tranquilos,en mecedoras,  en la saleta de su hermosa casa colonial.  Pero ya en algún momento las escribiré, son muy divertidas.

domingo, 5 de agosto de 2018

CERCA DEL VOLCÁN

Este poema lo escribí hace unos días, en un SPA situado en el pueblo de Vilaflor de Chasna, a 1414 metros sobre el nivel del mar, en la ladera sur del volcán Teide, en Tenerife.

CERCA DEL VOLCÁN

Estoy en la terraza de un SPA, a las dos de la tarde. Frente a un bosque de pinos que se extiende en la ladera sur del volcán. Tomo una cerveza, relajado en el rumor del viento entre los árboles. No hay otro ruido. Tres pequeños lagartos salen entre las grietas de unas enormes piedras en el jardín. Se acercan hasta cierta distancia. Olfatean los frutos secos, supongo. Les tiro al piso unas almendras y maní. No se mueven. Permanecen tensos y alertas. Al fin uno, el más grande y decidido, abre su boca, enseña su pequeña lengua roja. Y se lanza. Atrapa un maní y se retira rápido, de regreso a la grieta entre los pedruscos. Los otros le imitan. Sólo son tres. En silencio repetimos todo un par de veces. En la habitación de al lado un hombre habla de negocios, por teléfono. No para. Es incansable. No sale a la terraza a mirar el bosque y a respirar. Dejo unos maníes en el piso y me voy al baño turco a sudar un poco. Por la noche ya los lagartos se comieron los granos que les dejé. Y observo el cielo cubierto de estrellas. El frío de la noche y las estrellas. La inmensidad y el silencio. Los pequeños lagartos duermen y todo se resuelve como un haikú:
                       Noche de verano.
                       Estrellas infinitas.
                       Un lagarto.