Mi casa

Mi casa
© Héctor Garrido

sábado, 28 de junio de 2014

CREPÚSCULO EN EL CAMPO

No hay mucho que añadir. Dicen que una imagen vale por mil palabras. Esta  foto la tomé al borde de la carretera de Pinar del Río a Guane, en el extremo más al oeste de Cuba. Hace un par de años. Tengo una hija y unos nietos que viven por allí y una o dos veces al año me doy un viajecito para visitarlos. Lento, sin prisas. Allí viven con otro ritmo. Mucho más despacio. Van a cazar y a pescar, viven entre la vegetación, nada competitivos. Pero tampoco es un lugar ideal, como podría sugerir la foto y lo que acabo de escribir.
No es ideal. Nada es ideal, supongo. No existe un lugar ideal, ni una situación ideal, ni nada. Absolutamente nada completamente ideal y perfecto. Menos mal.  La foto me sugiere silencio. Sólo eso. Y humildad. Silencio y humildad. 

viernes, 27 de junio de 2014

UN OFICIO PELIGROSO

A fines de 1998 Paul Auster estuvo en Madrid promocionando su película Lulu on the Bridge, escrita y dirigida por él mismo. Un gran éxito mediático. En esos años hizo dos o tres películas. Y todo fue fugaz.  Ya ni recuerdo nada de aquellos filmes. Sin embargo, nunca olvido una de sus respuestas. Un periodista le pregunta por qué de repente le ha dado por hacer cine. Y Auster,  en un rapto de sinceridad, le responde: "He sacado cuentas. Creo que he pasado unos 20 años de mi vida encerrado, escribiendo entre cuatro paredes. Necesito un poco de aire fresco, ver gente, trabajar en equipo". Esa respuesta no lo ayudaría mucho a vender su película, pero es de una exactitud y una honestidad  admirable.
Voy a ir un poquito más allá. Con frecuencia me preguntan qué puedo aconsejar a los jóvenes que quieren ser escritores. Siempre doy la misma respuesta: Si pueden dedicar su vida a otra cosa es mejor que se olviden de la escritura. Un escritor con cierto éxito aparentemente vive en una encantadora zona de glamour. Gana buen dinero, es famoso, viaja continuamente y las muchachas (jóvenes y maduras) lo acosan para irse con él a la cama, le envían fotos desnudas, le preguntan si prefiere que no se depile el pubis, otra se hace un tatuaje en una nalga con una frase extraida de Trilogía sucia, le confiesan sus pequeños pecados, son infieles a sus maridos con tal de probar al erótico escritor. En fin. Todo muy efervescente. Y es cierto. En buena medida es así. Pero también es cierto el lado oscuro del asunto. La mayor parte del tiempo uno vive encerrado en una habitación silenciosa y solitaria,  conviviendo, dialogando, discutiendo con gente nada recomendable: asesinos en serie, viejos pervertidos, tipos retorcidos, mujeres infieles y atormentadas, gente que vive en situación límite, desasosegados, agresivos, borrachos, cínicos, hijos de puta, viejos deprimidos porque se han quedado solos al final de su vida. Esos son los personajes que generan situaciones dramáticas. La gente buena, sosegada, tranquila, que hace sus oraciones por la noche y duerme nueve horas seguidas en paz, que no se desvelan y no tienen remordimientos, no sirven para los libros. La gente buena, pacífica, que toma té en vez de tequila, y va al gimnasio en vez de fumar, no  son útiles. Utilizamos básicamente a la gente mala y odiosa.
Lógico: cuando llevas  20 años escribiendo rodeado de ese tipo de personas ya estás contaminado y tú también eres infeliz, estás lleno de dudas, remordimientos, eres un retorcido, vives en la cuerda floja, atormentado y sin saber bien cuál es  el mejor camino para limpiar un poco tu cabrona conciencia.
Por supuesto, ese es el lado oscuro del escritor. Es decir, lo que se oculta.  Uno normalmente no lo reconoce en ninguna entrevista. Lo más que uno hace es mirar muy serio a la cámara del fotógrafo. Lo más serio que uno pueda para  que la gente se de cuenta de que algo pasa, que las cosas no están muy claras y que somos unos caóticos de mierda con tremendo enredo. A veces, unos minutos después, logras aclararte un poco y entonces firmas libros, sonríes a esa señora que se insinúa y te pega las tetas al brazo disimuladamente mientras te pregunta si todo lo que escribes es verdad o inventas algo, y no le contestas. En cambio le sonríes y le dices: nuestro corazón rebosa de amor, señora, qué pechos más cálidos y qué hermosos. Y ella se sonroja. Y así ocultamos el lado oscuro. Y los pájaros que están en mi cabeza chillan. Pero nadie los escucha. Chillan y chillan.

jueves, 19 de junio de 2014

LA FRONTERA DEL SILENCIO

Acabo de leer  Retrato de un guerrero frío, de Joseph Burkholder Smith, un oficial de la CIA que sirvió durante 22 años y finalmente se retiró en junio de 1973. Después, en 1976, escribió y publicó este libro, uno más  entre los cientos que se han escrito por oficiales retirados que -un poco asqueados, a veces muy asqueados y arrepentidos- deciden  denunciar algo por escrito. Poco. Apenas lo que permite la Ley. Es decir lo que no está contemplado en los juramentos que hicieron al ingresar en la CIA sobre la obligación de mantener el secreto profesional hasta más allá de la muerte.
Por lo general son libros muy mal escritos, tediosos, atiborrados de nombres y de pequeñas anécdotas irrelevantes. Uno tiene que leer velozmente para encontrar alguna que otra perla perdida en el fango. En las páginas finales el autor afirma: "Cuando decidí renunciar en  junio de 1973 estaba desilusionado, pero no de una forma simple... Había dedicado los mejores años de mi vida  a actividades que mi padre y mi abuelo habrían considerado como la profesión de hombres defraudados o desesperados...  Habrían considerado mi carrera como carente de honor y que no merecía premio alguno... vivir con mentiras e inventar excusas para los fracasos y lo que es peor aún, creerlas, era algo que tenía el efecto de erosión en el carácter de los oficiales de la CIA... La arrogancia y el oportunismo de carrera agravaban el  mal." Creo que muchos oficiales de servicios secretos de cualquier país podrían suscribir -rechinando los dientes- esta afirmación del señor Burkholder. 
La primera revelación pública a gran escala sobre las actividades encubiertas de la CIA se produjo en la primavera de 1964: El Gobierno Invisible, de David Wise y Thomas B. Ross. En 1974 salió el también muy famoso Diario de la CIA, de Philip Agee y también ese año The CIA and the Cult of  Intelligence, de Victor Marchetti y John D. Marks. Marchetti era oficial retirado al igual que Agee. Este libro se publicó dejando los amplios espacios blancos de todo lo que la CIA censuró en el manuscrito. A partir de entonces se ha producido una avalancha de memorias de estos oficiales  con graves cargos de conciencia. Lo cual es lógico. Sabemos que todos los servicios secretos del mundo se basan en el juego sucio. Desde asesinatos hasta intervención de teléfonos, violación de correspondencia, amenazas, coacción, estafas, compra, traición y todo tipo de golpes bajos y por la espalda. La CIA, por ejemplo, dispone de un manual para enseñar a sus oficiales a asesinar de tal modo que parezca un accidente. El glamour de los espías inventados por los novelistas no tiene nada que ver con la realidad.  
A partir de estos libros también   se han filmado unas cuantas películas. La más reciente y de una efectividad pasmosa es  alemana:  La vida de los otros.
El señor Burkholder concluye que la CIA siempre ha ido mucho más allá de lo necesario y, con una candidez e ingenuidad que me resisto a creer, propone que debería existir un sistema de inteligencia más moderado, y controlado y ético. Eso es una tontería. El que tiene el poder lo usa hasta sus últimas consecuencias. Nadie con un enorme poder se pone límites. Así que estos centenares de libros sobre la CIA -y unos pocos sobre otros servicios de inteligencia- han servido sobre todo para correr un poco la frontera del silencio. Los que ejercen el poder intentan mantener rígida e inflexible esa frontera. Pero el ser humano necesita conocerse a fondo. Necesitamos  conocernos, adentrarnos en la oscuridad  y de ese conocimiento sacar conclusiones para ser un poco mejores.  Por suerte, siempre hay quien se arriesga  y se atreve a escribir  y descubrir en público los detalles que los gobiernos  quieren mantener ocultos. Correr la frontera del silencio. Un milímetro cada día. Siempre un poquito más allá.



lunes, 16 de junio de 2014

NUESTRAS OSCURAS PROFUNDIDADES

Hace poco Pablo Milanés me decía: "Ya leo poco porque sé lo que me van a decir. Y a Sabina le pasa lo mismo". Era una conversación de sobremesa. Me había invitado a un almuerzo familiar en su casa. Éramos diez o doce o más porque fueron todas sus hijas o casi todas, más los nietos. Pablo es prolífico. La pasamos muy bien. Sobre todo porque Pablo es una de esas personas que rebosa generosidad y alegría de vivir. De él sólo emanan buenas vibraciones. Después por la noche, tranquilo en mi casa, me quedé pensando en aquella frase. Y me llevó a reflexionar sobre mi largo proceso de lectura. 
Estoy leyendo desde los siete años. Tuve mucha suerte porque vivía en Matanzas, cerca de dos estupendas bibliotecas: La Guiteras y la Gener y del Monte. A cuál mejor. Y además una tía tenía un puesto de prensa con todas las revistas y comics del mundo. Almacenaba toneladas de National Geographic, Popular Mechanics y comics ya pasados, los que nunca se vendieron. Todo a mi disposición. A partir de los 13 años más o menos comencé a dedicar más tiempo a la lectura. Sin orden ni concierto, tengo que reconocerlo. A esa edad lo mismo leía a Kafka que a Truman Capote y Hemingway que a Julio Verne, Dickens, Salgari, Stevenson y Poe. Lo que cayera en mis manos. Y eso incluía libros de Federico Engels y manuales rusos horribles de economía y filosofía marxista, que me enredaron mucho la mente. 
A partir de los 18 años más o menos incrementé más el ritmo de lectura. Unos 7-10 libros mensuales. Por ahí tengo las libretas con apuntes de lecturas porque desde que tuve la certeza -hacia los 18 años- que quería ser escritor por encima de todo, me convertí en un lector minucioso. Intentaba desarmar  el mecanismo de cada libro. Necesitaba saber cómo funcionaba por dentro. También compraba muchos libros. Más adelante, hacia los 30-40 años mi biblioteca llegó a tener unos 7 mil ejemplares. Y así se mantuvo muchos años. Yo leía mucho más de 120 libros al año. Unos completos de cabo a rabo.  Otros a saltos. Muchos los repasaba un poco y los guardaba para otro momento.  Tenía mi biblioteca muy bien organizada por temas: desde filosofía, historia del arte y poesía, hasta historia, sicología, sociología, antropología, y mis autores predilectos de ficción.
Por ahí empecé a hacer limpiezas periódicas. Cada unos cuantos años sacaba unos centenares de ejemplares porque mis gustos se fueron afinando y, sobre todo, aprendí a descartar. Cientos de autores intrascendentes, cientos de títulos inútiles fueron a parar a cajones que después regalaba o vendía por unos pocos centavos a libreros de viejo. Jamás he tirado un libro a la basura. 
Y así llegué a  finales de 2006, un año esencial  en mi vida. Ahí tomé decisiones y puse en práctica un cambio radical que me ha permitido llegar a este momento vivo y con buena salud. No quiero ahora penetrar en nuestras oscuras profundidades. No merece la pena. Pero entre otras medidas, estaba la de concentrar más aún mis energías de lector y la biblioteca dio un bajón de unos 7 mil  hasta sólo  mil y pico ejemplares.
Hoy en día, con 64 años, releo mucho. Los nuevos autores que van apareciendo los miro con recelo. Ya tengo mi selección personal de escritores, que no es tan pequeña. Y compro mucho menos cada año. Ya me aburren los editores con esos libros en los que ponen en la contraportada sin el más mínimo pudor: "Este escritor es la revelación del siglo. Lo más importante. Un clásico ya desde este primer libro". ¡Son impúdicos! O se dirigen a tontos. No sé qué pensar. 
Ahora me gusta ordenar y reordenar mis libros porque siempre siguen entrando nuevos títulos. Y la verdad es que se me dificulta mucho hablar de preferidos porque ya todos los que han quedado en los estantes son mis preferidos. Desde Lezama, Carpentier y Eliseo Diego, hasta Cabrera Infante, Cortázar, Kafka, John Cheever, Raymond Carver, Grace Paley, Capote, y un largo etcétera que incluye a Samuel  Johnson, Melville, Defoe, Vallejo, Nicanor Parra, Vila Matas, Houellebeck, Sebald, Bernhart y etc.
Siempre leo varios libros al mismo tiempo. Ahora estoy releyendo El espía que surgió del frío, de Jonh Le Carré, Todos se van, de Wendy Guerra, Diarios 1934-1939, de Anaís Nín, y Mapa dibujado por un espía, de Cabrera Infante. Bueno, el de Le Carré y el de Cabrera Infante acabo de terminarlos y empiezo a dar unas probaditas golosas a dos que acabo de comprar, recién editados: La chica de ojos verdes, de la irlandesa Edna O' Brien, y La locura del arte (prefacios y ensayos), de Henry James.
Creo que uno lee del mismo modo que vive. Mi vida siempre ha sido un poco caótica y desorganizada. Pues así son mis lecturas. Los personajes duros y crueles del espionaje de Le Carré, se mezclan con la generosidad tierna, erótica y femenina de Anaís Nín y Wendy Guerra, o la perversidad desencantada de Cabrera Infante. Todo se mezcla y fluye y uno se va transformando junto con esos personajes. Uno evoluciona  y poco a poco va cambiando. Y ya no eres el mismo. ¿Cuántas vidas he vivido en estos 64 años? Muchas. Muchísimas. No sé. 

viernes, 6 de junio de 2014

LA FRONTERA CALIENTE

Al amanecer del 6 de junio de 1944 -hace 70 años- se produjo el desembarco de Normandía. Operación Overlord. Guardo en mi corazón un profundo respeto y admiración por aquellos soldados que iniciaron así la ofensiva final para derrotar a la Alemania nazi, en combinación con el Ejército Rojo, que atacaba desde el este. Este texto es mi humilde homenaje personal a las víctimas de aquella guerra, que originó entre 50 y 60 millones de muertos, decenas de ciudades arrasadas, y mucho más. Sin embargo, en cuanto Hitler fue aniquilado comenzó otra modalidad de guerra: la llamada Guerra Fría.
Unos 37 años después de Normandía, en el verano de 1982, visité la RDA (República Democrática Alemana), que de democrática sólo tenía el nombre. Éramos un pequeño grupo de turistas cubanos. Yo era "Trabajador Vanguardia Nacional", durante cinco años consecutivos. Aquel viaje era el premio. Hicimos un largo recorrido durante unos 20 días: Berlín-Leipzig-Dresde-Erfurt-Weimar-Postdam-Berlín. En la foto estoy -con un gran bigote, típico de los latinoamericanos en aquellos años-  con un gran amigo alemán y su hija, a los que visité durante tres días en Chemnitz. Yo salía por primera vez de Cuba y viví aquellos días deslumbrado. Castillos, museos, galerías, restaurantes lujosos, hoteles de primera. Por supuesto, nos enseñaban lo mejor. Lo feo y lo sucio siempre se esconde.
Como todos sabemos, Alemania había quedado dividida después de la guerra. Al este la RDA y al oeste la RFA. Un domingo por la tarde, en Erfurt. No teníamos nada que hacer. Tarde libre. Salí a pasear sin rumbo por el centro histórico, que data de la Edad Media.  Entré en la hermosa estación de trenes de la ciudad. Una estación antigua, hermosa, muy cuidada. Sólo las había visto en películas. Y yo fascinado. De golpe: allá abajo, en el patio, dos enormes convoyes con unos 60 vagones-plataforma cada uno, o más. Y encima de cada vagón un tanque ruso, con su dotación de soldados rusos.  En total eran de 120 a 140 tanques. Allí, a la vista, sin precauciones ni discreción. Aquello me tomó de sorpresa y fue  chocante. 
Al día siguiente seguimos nuestra gira. Tocaba Weimar.  Goethe, Schiller, la Bauhaus.  Todo cuidado con mimo. Más. Con exquisitez. Y de allí, a unos pocos kilómetros, tras una colina: la barbarie. El campo de concentración de Buchenwald. Sin comentarios.  Sólo diré que a mitad del recorrido la guía -una chilena- tuvo un desmayo y casi todos se retiraron. Sólo dos o tres seguimos hasta el final.  Hicimos noche en Weimar y al otro día continuamos por la autopista en nuestra ruta de regreso a Berlín.  La carretera se acercaba bastante a la frontera con la RFA. El  espectáculo, brutal, lo vimos a través de las ventanillas del autobús: miles y miles de helicópteros de asalto situados en perfecto orden a lo largo de  varios kilómetros, junto a la autopista. Supongo que las tropas estarían listas por allí cerca, detrás de unos hermosos bosques que se veían a la distancia. Cuando se acabó al fin la visión de los helicópteros empezó un extenso campo erizado de silos subterráneos, con misiles.  Las tapas de protección de cada silo apenas camufladas con un poco de hierba. Es de suponer que al otro lado, en la RFA,  tendrían desplegada una fuerza similar o mayor y dispuesta a abrir fuego en cualquier momento. Y comenzar otra nueva guerra. Ahora con  medios destructivos mucho más colosales,  efectivos  y fulminantes que cuarenta años atrás.
Algún conocedor que iba en nuestro grupo nos dijo: "Eso se muestra para que funcione como disuasión sobre el enemigo. El resto, mucho más, lo tienen bien escondido en lugares secretos".
No he olvidado jamás aquel espectáculo inesperado. En medio de Europa. Menos mal que unos años después, en noviembre de 1989, el comunismo se desmoronó porque tenía los pies de barro. Y en 1993 surgió la Unión Europea. Y los ánimos se calmaron. Así que los problemas de ahora -disculpen- los veo como un mal   menor.

miércoles, 4 de junio de 2014

EL BOXEADOR

Mi padre siempre quiso que yo fuera pelotero, es decir, jugador de béisbol, que es el deporte nacional en Cuba. Pero yo siempre he tenido un fuerte problema con las autoridades. Rechazo todo lo que traten de imponerme a la fuerza. Y me escapo de algún modo para hacer lo que quiero. He descubierto que me encanta que existan regulaciones, costumbres, leyes, líneas amarillas, fronteras, hábitos, sólo para poder violarlas y hacer las cosas a mi modo. Hay que pagar un peaje. Lo sé. Y el peaje a veces es muy alto y te lo cobran al mismo tiempo tirios y troyanos, pero no me quejo. Es así. Lo acepto. Entonces, antes de 1959, mi padre era del club Almendares.  Los Reyes Magos  cada seis de enero me traían uniformes del Almendares además de guante, pelota y bate. Y allá iba Pedrito con su padre al stadium el domingo al mediodía. Pero Pedrito jamás le prestó  atención al juego. No me interesaba y me ponía  a mirar a la gente, exaltada, gritando. Recuerdo perfectamente muchas de aquellas escenas de las visitas dominicales al stadium.  Creo que así empecé a desarrollar mi capacidad de observación que tan útil me ha sido después. Un escritor que no sea buen observador ya está condenado al fracaso, como apunté en algún post anterior en este blog.
Además, para completar mi rebeldía, desde los siete años, me escapaba a  la casa de Concha, una vecina en el piso de  los bajos, que tenía un pequeño televisor, para ver el boxeo, desde el Madison Square Garden. Lo trasmitían en directo. La señal se recibía mediante unas enormes antenas que todavía están en las colinas de Campo Florido -o colinas de Villa Real-  encima de la playa de Guanabo, al este de La Habana. Por allí se recibían también algunos partidos de las Grandes Ligas. En determinadas épocas del año, yo bajaba cada noche para ver aquellas peleas a diez asaltos. Era salvaje. A veces se masacraban, sangraban, se partían la nariz, y seguían. Como gladiadores. El deporte profesional, ya sabemos, casi siempre es profesional pero no deporte. Había mucho dinero por medio y tenían que seguir hasta casi morirse encima del ring.
Me apasionaba con aquella gente tan valiente y tan áspera. Y tan bruta. Yo quería boxear. En la secundaria me fajaba cada unos cuantos días. A lo bruto. Peleas de chiquillos adolescentes, a la orilla del río San Juan, en Matanzas. La escuela estaba muy cerca del río. Y cualquier problemita lo resolvíamos a piñazo limpio. Pero después, en el servicio militar, sí empecé a boxear de verdad, con guantes, con entrenamiento, ya sin odios ni rencores, sino con técnica y un entrenador. Yo tenía ya 16 años y 17. Teníamos un entrenamiento fuerte y muy completo. El único blanquito era yo. Y los negros pegan duro. Tienen los músculos más consistentes.  Así y todo aguanté un año y pico. Fui a dos competencias municipales. Era malísimo y me eliminaban en la tercera o cuarta ronda. Nunca llegué ni a semifinales. Hasta que una tarde, en un sparring normal, nos calentamos demasiado y me sonaron un buen golpe en la oreja izquierda. Me quedé sordo unos cuantos meses y pensé que ya jamás recuperaría ese oído. Ya. Me retiré. Seguí practicando kayaks que es un deporte igual de fuerte y mucho menos peligroso. Pero de todos modos tengo un par de guantes y dos o tres veces a la semana hago sparring contra un saco grande de 40 kilos, en el gimnasio. Claro, ahora apenas puedo hacer dos o tres asaltos a tres minutos cada uno. Ya no aguanto una hora, como antes. Pero está bien. Ahí les dejo esa foto. Me la tomaron hace un par de días y creo que la editorial Oriente, de Santiago de Cuba,  la usará en la portada de un nuevo libro mío de cuentos. Se titula Viejo Loco. Se van a divertir.