Mi casa

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© Héctor Garrido

miércoles, 4 de junio de 2014

EL BOXEADOR

Mi padre siempre quiso que yo fuera pelotero, es decir, jugador de béisbol, que es el deporte nacional en Cuba. Pero yo siempre he tenido un fuerte problema con las autoridades. Rechazo todo lo que traten de imponerme a la fuerza. Y me escapo de algún modo para hacer lo que quiero. He descubierto que me encanta que existan regulaciones, costumbres, leyes, líneas amarillas, fronteras, hábitos, sólo para poder violarlas y hacer las cosas a mi modo. Hay que pagar un peaje. Lo sé. Y el peaje a veces es muy alto y te lo cobran al mismo tiempo tirios y troyanos, pero no me quejo. Es así. Lo acepto. Entonces, antes de 1959, mi padre era del club Almendares.  Los Reyes Magos  cada seis de enero me traían uniformes del Almendares además de guante, pelota y bate. Y allá iba Pedrito con su padre al stadium el domingo al mediodía. Pero Pedrito jamás le prestó  atención al juego. No me interesaba y me ponía  a mirar a la gente, exaltada, gritando. Recuerdo perfectamente muchas de aquellas escenas de las visitas dominicales al stadium.  Creo que así empecé a desarrollar mi capacidad de observación que tan útil me ha sido después. Un escritor que no sea buen observador ya está condenado al fracaso, como apunté en algún post anterior en este blog.
Además, para completar mi rebeldía, desde los siete años, me escapaba a  la casa de Concha, una vecina en el piso de  los bajos, que tenía un pequeño televisor, para ver el boxeo, desde el Madison Square Garden. Lo trasmitían en directo. La señal se recibía mediante unas enormes antenas que todavía están en las colinas de Campo Florido -o colinas de Villa Real-  encima de la playa de Guanabo, al este de La Habana. Por allí se recibían también algunos partidos de las Grandes Ligas. En determinadas épocas del año, yo bajaba cada noche para ver aquellas peleas a diez asaltos. Era salvaje. A veces se masacraban, sangraban, se partían la nariz, y seguían. Como gladiadores. El deporte profesional, ya sabemos, casi siempre es profesional pero no deporte. Había mucho dinero por medio y tenían que seguir hasta casi morirse encima del ring.
Me apasionaba con aquella gente tan valiente y tan áspera. Y tan bruta. Yo quería boxear. En la secundaria me fajaba cada unos cuantos días. A lo bruto. Peleas de chiquillos adolescentes, a la orilla del río San Juan, en Matanzas. La escuela estaba muy cerca del río. Y cualquier problemita lo resolvíamos a piñazo limpio. Pero después, en el servicio militar, sí empecé a boxear de verdad, con guantes, con entrenamiento, ya sin odios ni rencores, sino con técnica y un entrenador. Yo tenía ya 16 años y 17. Teníamos un entrenamiento fuerte y muy completo. El único blanquito era yo. Y los negros pegan duro. Tienen los músculos más consistentes.  Así y todo aguanté un año y pico. Fui a dos competencias municipales. Era malísimo y me eliminaban en la tercera o cuarta ronda. Nunca llegué ni a semifinales. Hasta que una tarde, en un sparring normal, nos calentamos demasiado y me sonaron un buen golpe en la oreja izquierda. Me quedé sordo unos cuantos meses y pensé que ya jamás recuperaría ese oído. Ya. Me retiré. Seguí practicando kayaks que es un deporte igual de fuerte y mucho menos peligroso. Pero de todos modos tengo un par de guantes y dos o tres veces a la semana hago sparring contra un saco grande de 40 kilos, en el gimnasio. Claro, ahora apenas puedo hacer dos o tres asaltos a tres minutos cada uno. Ya no aguanto una hora, como antes. Pero está bien. Ahí les dejo esa foto. Me la tomaron hace un par de días y creo que la editorial Oriente, de Santiago de Cuba,  la usará en la portada de un nuevo libro mío de cuentos. Se titula Viejo Loco. Se van a divertir.

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