Mi casa

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© Héctor Garrido

lunes, 24 de abril de 2017

CIMARRONES

Cirilo Villaverde (1812-1894) fue a  mi modo de ver el primer narrador de ficción cubano. Su conocida novela Cecilia Valdés tuvo una primera edición en 1839 y una edición definitiva en New York en 1882. Después se han hecho zarzuelas, películas y óperas basadas en esta novela.  Fue un patriota muy activo al extremo de caer preso en 1884. Logró escapar y marcharse a USA, donde vivió el resto de su vida, con breves visitas a Cuba  y siempre con una fuerte participación en la liberación de su país. Escribió además otros libros menos conocidos, entre ellos Rancheador, un relato basado en el diario de Francisco Estévez, "Atila de los palenques" le llamó Villaverde a este hombre.
Los rancheadores eran asesinos contratados por los hacendados esclavistas para perseguir y matar a los esclavos fugados. Cada rancheador organizaba una pequeña partida a caballo, solo o con uno o dos ayudantes, y algunos perros de presa entrenados para localizar, perseguir y destrozar a los esclavos escondidos en el monte. El rancheador los cazaba a balazos y cortaba las dos orejas a cada cadáver. Al regresar  a la hacienda cobraba de acuerdo a los pares de orejas que guardaba en una bolsita de tela.
El padre de Villaverde era un próspero cafetalero con una extensa hacienda al oeste de La Habana, en los montes de Bahía Honda y San Diego de Núñez. En este último pueblo nació Cirilo y vivió su infancia. Después se trasladó a La Habana junto con su familia, donde estudió y se dedicó a las leyes y al magisterio.  Su infancia en una hacienda esclavista le permitió conocer de cerca las miserias inhumanas de la esclavitud. Su padre también usaba los servicios de un rancheador. Y aquí un detalle esencial: Los rancheadores llevaban un diario en una pequeña libreta. Allí anotaban los detalles de la cacería: rutas seguidas, escondites encontrados, cimarrones que se les escaparon, palenques destruidos, etc. Por cierto, palenque se le llamaba a la reunión de cimarrones en un sitio específico, es decir, el asentamiento de estos hombres. El hacendado guardaba esos diarios para usarlos en el futuro y conocer así las rutas y escondites preferidos por los cimarrones. Los esclavos evadidos se convertían en un mal ejemplo porque incitaban a los que quedaban en la hacienda a fugarse o algo peor: a sublevarse. Los cimarrones a veces hacían incursiones nocturnas para robar mujeres esclavas, comida, cerdos, gallinas, etc. La esclavitud usaba métodos tan terribles que estos hombres preferían vivir en sus palenques, en sitios muy inaccesibles e intrincados, pero en libertad total. Un grupo de "apalencados" podía tener hasta 50 y 60 miembros, según cuenta Villaverde en su libro, lo que incluía algunas mujeres y niños.
Alrededor de 1985 yo trabajaba como periodista en Pinar del Río, la provincia donde precisamente se desarrolla la historia testimonial que Villaverde cuenta en su libro. Un investigador de historia y arqueología vino a verme: Había encontrado un palenque abandonado pero  bastante intacto en un lugar muy remoto en las montañas de Bahía Honda, hacia el extremo este de la provincia. Organizamos una excursión y allá nos fuimos. Nos guiaban dos campesinos de la zona. El trayecto, siempre montaña arriba, era en suelos de diente de perro con vegetación de cactus espinosos. En algunos sitios, los campesinos subían, nos tiraban una soga y por ahí ascendíamos varios metros. Al fin llegamos a la cueva. En efecto, estaba todo intacto: unas pocas cazuelas pequeñas de hierro fundido y unas "camas" consistentes en palos colocados paralelamente sobre el suelo. Estos hombres vivían generalmente desnudos o con un pequeño taparrabos, descalzos, por supuesto. Al parecer fueron sorprendidos y huyeron de allí precipitadamente, o peor: fueron asesinados aunque no encontramos restos de huesos ni signos de batalla alguna. Tomamos fotos, revisamos bien el lugar y bajamos de nuevo. Yo -debido al exagerado esfuerzo físico- estuve dos  días ingresado en el hospital provincial. Finalmente el reportaje se publicó en la revista Bohemia.
Se cuenta que Villaverde para escribir Rancheador robó los diarios que su padre guardaba. Ninguno de los libros de Villaverde eran agradables a la Corona española. Todo lo contrario. Al menos este que nos ocupa y Cecilia Valdés, son dos testimonios sólidos y nada complacientes de la época que le tocó vivir.

viernes, 14 de abril de 2017

PEQUEÑOS MOMENTOS


Hace ya 30 años que vivo en Centro Habana, en la foto una vista sobre la calle San Lázaro. Es mucho tiempo para un barrio tan dinámico. A lo largo de estos años he ido guardando en mi memoria a muchos vecinos que con el tiempo han muerto o se han ido a otro país o a otro barrio. Hace muchos años había una viejita que vivía en la planta baja, al lado del edificio donde vivo. Yo siempre andaba apresurado. No sé por qué. Caminaba muy rápido. Creo que le pasa a todos los jóvenes. Pero aquella viejita siempre me llamaba. Miraba la calle detrás de una ventana enrejada. Y me preguntaba algo. Casi siempre por la salud de alguna vecina. Vivía encerrada en su casita, acompañada por una nieta. Su objetivo era buscar algún pretexto para conversar un par de minutos con alguien. Muchas veces en algún momento suspiraba y me decía, sonriendo: "Ah, hijo, ya yo quiero morirme". Y yo: "Ah, no digas eso, ¡solavaya!". Ella sonreía plácidamente y agregaba: "Cada noche, ahí en la cama le pido a Dios que ya me lleve, que ya está bueno. Al otro día me despierto y sigo aquí...no sé...no me escucha". 
Yo en mi ingenuidad innata no entendía aquello. No pensaba que alguien podía estar ya cansado de vivir, aburrido de vivir. Ella era una mujer decente y educada pero  muy pobre y llevaba una vida con muy pocos alicientes. La pobreza y la miseria desalientan. Así estuvo meses, quizás varios años, no recuerdo bien. Al fin una noche inventó alguna enfermedad. Hizo que su nieta la llevara al hospital Calixto García -al lado de la Universidad-. Cuando llegaron dijo que se sentía mejor y no era necesario que la viera el médico. Quería regresar a la casa  en un bici-taxi La nieta alquiló uno. Entonces ella pidió que se fueran por La Rampa bajando hacia el Malecón. Quería ver los escenarios de su juventud. Su nieta me contó después que iba fascinada mirando y le pedía al ciclista que fuera despacio para ella poder ver mejor. Le dijo a la nieta: "Ay, qué bonito, hacía tantos años que no veía todo ésto". Dos o tres días después murió plácidamente, durmiendo. El mejor modo de morir. Le llaman "La muerte de los justos".
Cuento esta historia absolutamente real aunque sé que es tan ideal que no convence. Parece una invención de escritor imaginativo. Pues no. Es totalmente cierta. 
He recordado ésto porque acabo de leer una nota en El País Semanal, firmada por Emma Rodríguez, en la que se refiere a una organización solidaria holandesa denominada Stichting Ambulance Wens (Fundación Ambulancia del Deseo) que desde su creación en 2006 se ha dedicado a cumplir los últimos anhelos de enfermos terminales. Tienen una web donde publican algunas historias. Ya han cumplido más de 7 mil deseos. Disponen de cientos de voluntarios, 6 ambulancias y otros recursos gracias a donaciones pues es una organización sin ánimo de lucro. Y todo eso es posible porque la mayoría de las personas piden simplemente ver el mar por última vez, una visita a la playa, o una comida especial o asistir a un espectáculo de rock. Sólo eso. Al final de su vida nadie quiere complicadas aventuras ni viajes alrededor del mundo. Todo lo contrario. Quieren algo sencillo. Tan sencillo como ese breve paseo en triciclo por La Rampa y El Malecón de noche. Algo que mientras somos jóvenes y apresurados no tenemos en cuenta porque lo hacemos todos los días y...en fin.

jueves, 13 de abril de 2017

LA BELLEZA DE LA MUERTE

Esto es simplemente un pez muerto, varado en la orilla de la playa, sobre la arena. Lo vi en la playa de Guanabo, al este de La Habana,  hace unos días, por la tarde. Yo caminaba aprisa para hacer un poco de ejercicio, pero al ver la belleza que irradiaba de aquello me detuve, le tomé una foto y seguí.  No es nada, un pez muerto, en estado de pudrición. ¿Dónde está la belleza? 
Después descargué la foto y la he mirado detenidamente muchas veces, sin prisa. La fascinación por la muerte. Por los cambios de color que genera la muerte. La entrada en otro mundo quizás. O la entrada en la nada. En el vacío. Nadie sabe. Creo que esa fascinación comenzó cuando yo tenía apenas cinco o seis años. Murió mi abuela paterna, que era una mujer extremadamente dulce y silenciosa. Vivía en otra ciudad, muy lejos de mi natal Matanzas. Mi madre, mi hermano y yo llegamos a las tres de la madrugada a su casa, donde la velaban. Era en el campo cubano en 1955. Las familias tenían la costumbre de velar sus muertos en la casa. Había mucha gente. Somos una familia enorme. Desproporcionada. Y mi padre se me acercó y me dijo: "Vamos para que la veas". Yo quería mucho a mi abuela que era todo un ejemplo de bondad y amor. Yo no tenía idea de qué era una persona muerta. Pero, por intuición tal vez,  me aterré ante la posibilidad  de ver a mi abuela muerta, rígida, dentro de una caja de madera. Me eché a llorar pero mi padre era terco. Insistió. Insistió. Recuerdo que me decía absurdamente: "Sí, tienes que ver a tu abuela". Creo que era una especie de último saludo respetuoso a la abuela. Él lo veía así. Un gesto de respeto y de cariño. Yo tenía miedo y lo veía como algo muy macabro. Al fin, por supuesto, él ganó. Fui al ataúd, la miré por unos segundos, y estuve horas llorando. Ya. Traumatizado con los muertos para el resto de mi vida. El miedo a la muerte. Creo que todos tememos a la muerte. A mí me ha costado mucho desprenderme de ese miedo y llegar a la aceptación. Aceptar lo inevitable. Ha sido un obstáculo en mi vida que he tenido que dominar siempre hasta que hace ya algunos años comprendí que al fin me había librado del miedo a la muerte. Supongo que la edad, la vida larga, intensa y acelerada que he tenido me ha  ayudado a desprenderme de ese miedo. Y de otras muchas cargas innecesarias. Menos mal. Ahora veo este pez muerto en la playa y soy capaz de hacer un simple ejercicio de estética. La belleza de la muerte.