Mi casa

Mi casa
© Héctor Garrido

miércoles, 16 de mayo de 2018

TOM WOLFE

Aquí estoy en julio de 1990 en el border México-USA. Mi pie izquierdo está en USA y el derecho en Aztlán. Esto es en las afueras de Mexicali, la ciudad dividida. La fracción norteamericana se llama Calexico. Yo tenía 40 espléndidos años y me había ido a México DF, invitado a una bienal de performances y poesía visual-experimental. Me sobraron 200 dólares de un dinero de bolsillo que me habían dado.   Decidí viajar al norte en autobuses,  quedándome con los amigos, y con los amigos de los amigos. Fue un viaje tremendo. Quizás algún día me decido y escribo un libro con todos los detalles y el asombro y la magia que surgió ante mí en aquellos días. Fue un momento decisivo, me marcó a fondo y cuando regresé a La Habana todo cambió en mi vida y ya nada fue igual que antes. 
Ahora seré breve.  Una tarde en Tijuana, aburrido y con mucho calor, miraba frijoles saltarines. El movimiento fuerte era por las noches y las madrugadas, con algunos amigos y con una stripper que era mi novia, para decirlo de algún modo. Los frijoles estaban en una tienducha donde tenían de todo. En una mesa había una tonga de libros usados. Creo que los vendían a tres por un dólar. Entre ellos vi El nuevo periodismo, de Tom Wolfe. La edición de Anagrama de 1977, en la colección Contraseñas. Y sin pensarlo dos veces lo escondí debajo de la camisa y me lo robé. Por cierto, ahora no lo encuentro en mi biblioteca así que, obvio, alguien me lo robó. Ladrón que roba a otro ladrón tiene cien años de perdón.  
Esa misma tarde empecé a leerlo. Y me abrió los ojos.  Hacía 17 años que trabajaba como periodista en Cuba. Para alejarme de las rutinas aburridas del oficio, escribía crónicas cada vez que podía. Crónicas muy literarias. Casi cuentos. Tom Wolfe, como todo lo norteamericano, estaba prohibido en mi país. Así  como el concepto de "Nuevo periodismo". Por razones obvias. Quizás "prohibido" no es la palabra exacta. En la Escuela de Periodismo de La Universidad de La Habana, no se mencionaba nada de esto. No existía. Aunque, para ser justo, años  después hicieron una pequeña edición de este libro. En fin, al leer  el ensayo de Wolfe y los textos, aprendí a mezclar conscientemente  recursos de la escritura de ficción con las técnicas del periodismo. 
En el border tomé notas para escribir algunos reportajes. A mi regreso a La Habana escribí 8 crónicas de México. Muy fuertes. En la revista donde trabajaba publicaron tres. La directora me dijo: "No podemos publicar ni una más. La Embajada de México se va a quejar".
¿Qué pasó? Que el libro de Tom Wolfe fue como ácido directo en la yugular. Me contaminó. Ya nunca fui el mismo periodista de antes. Y unos años después, en septiembre de 1994, empecé a escribir los cuentos que en 1998 se publicarían, también en Anagrama, como Trilogía sucia de La Habana. Aunque  fue en Corazón mestizo (Planeta, 2007), un viaje antiturístico por Cuba, donde empleé más a fondo las técnicas del Nuevo Periodismo.
Ahora, el pasado lunes 14 de mayo 2018, Tom Wolfe murió en NYC, con 87 años. Lo recuerdo como un Maestro. Para mí fue tan importante como leer a Truman Capote, a Norman Mailer, a John Dos Passos, a Gay Talese,  a unos pocos más. Siempre lo reconozco tranquilamente: Invento lo menos posible en mis libros. Todo lo tomo de la realidad circundante y de mi propia vida. Lo amaso todo con un aderezo mínimo y de ahí sale algo nuevo y potente. Con uso conciso del idioma. Sin derrochar palabras, sin perder tiempo en explicaciones, sugiriendo apenas para que el lector tenga que poner de su parte. El uso preciso del idioma lo aprendí sobre todo en una agencia cablegráfica de noticias donde trabajé de 1980 a 1988. Así que los libros que nos ha dejado Tom Wolfe son un regalo maravilloso que debemos agradecer.

martes, 1 de mayo de 2018

EL OLOR DEL AZUCAR

Aquí estoy en La Habana Vieja, concretamente en la Avenida del Puerto, en una de las locomotoras antiguas que ha rescatado la Oficina del Historiador de La Ciudad. Creo que son unas 200 máquinas ya restauradas y protegidas  como patrimonio histórico.
El principal recuerdo que me traen estas máquinas es un intenso olor dulzón a azúcar prieta (sin refinar) acabada de fabricar y todavía pegajosa. Yo vivía en Matanzas, en la calle Pavía, frente a la bahía. Los trenes hacia el puerto, cargados de azúcar en sacos o a granel, procedentes de los centrales azucareros, pasaban a escasos diez metros frente a  mi casa. Y dejaban una estela de olor dulce del azúcar mezclado con el olor característico del carbón de hulla o carbón de piedra. 
Tengo una memoria olfativa especial, quizás igual que todos,  pero a mí me  parece especial porque activa siempre una cadena de recuerdos. A partir de un olor y un recuerdo vienen otros y otros. Es como una autobiografía invisible. Absolutamente invisible ya que no se basa en documentos ni nada material. Es sólo un recuerdo guardado en ciertas zonas del cerebro. Aunque no veo todo esto desde un punto de vista científico, sino poético. Son maravillosos recuerdos poéticos. Fragmentos de mi vida, trozos olvidados que regresan cuando los olores destapan algo. En literatura creo que quien mejor utilizó esto fue Patrick Suskind con su estupenda novela El perfume donde los olores son tan protagonistas como el psicópata que centra la historia.  Recuerdo con alta precisión los olores  de algunas mujeres, de lugares donde he trabajado, de ciudades específicas, de casas donde he vivido. A veces sueño con olores. Muchas veces son los olores de una mujer -más que la vista o el tacto- los que  excitan y descontrolan mi líbido.  Y así las asociaciones de ideas son interminables. Infinitas como el Universo. Del olor dulzón del azúcar recién hecha y el ruido de las locomotoras yo pasaba a los olores del barrio de La Marina, el barrio de las putas, a una cuadra de mi casa.
Hace unos días el periodista Ciro Bianchi me invitó a su tertulia en el Centro Dulce María Loynaz, en La Habana.  Hablamos de mis libros, y de Matanzas, mi ciudad natal. En algún momento me comentó que necesitaba información sobre el barrio de La Marina pero al parecer no hay nada escrito. Y le contesté: "Era el barrio de las putas así que encontrarás muy poco o nada". Yo recuerdo que mis padres me prohibían tajantemente entrar en ese barrio, que empezaba en la esquina de las calles Magdalena y Manzano y se extendía hacia la ribera derecha del río Yumurí. En el siglo XIX era una zona pantanosa y muy insalubre, de mangles, cangrejos y mosquitos. Aquí vinieron a asentarse los negros y negras esclavas libertos  en las haciendas azucareras a partir del 7 de octubre de 1886 cuando se abolió la esclavitud. Por supuesto, se creo allí un barrio de gente paupérrima, sin oficios, sin estudios, sin recursos económicos.
Mis incursiones en La Marina, a escondidas para que mis padres no se enteraran, fueron frecuentes. Me  atraía aquel lugar tan diferente a nuestro barrio de clase media. Allí los olores pasaban del olor intenso a comida de una fonda de chinos a los muy desagradables de zanjas y fosas rebosantes de aguas negras y el olor a pudrición de la orilla del río. Después, en 1959, la Revolución prohibió la prostitución y el barrio poco a poco cambió. Ahora hay desde 1996 un proyecto para intentar una mejoría de las condiciones de vida que todavía dejan mucho que desear. Y así podría seguir de un olor a otro, de un recuerdo a otro. Ahora le toca a Los Muñekitos de Matanzas, el genial grupo de guaguancó que funciona desde 1956, con quienes tanto bailé en los carnavales, todos ellos vivieron siempre en La Marina. Y así.  Mi catálogo de olores  es interminable. Un largo y hermoso poema.