LA SOPRANO
Las pequeñas flores secas de las acacias caen y forman
remolinos en el aire. Dentro tienen semillas minúsculas. Diseminan su historia
sobre la tierra. Entro al edificio y asciendo una escalera, tres pisos. Oigo a
una soprano. Un canto amortiguado tras una puerta apenas entornada. No resisto
la tentación y abro con cuidado. Hay cuatro personas sentadas a una mesa, es
una audición. Y la soprano, alta, corpulenta, con grandes pechos. Su voz ocupa
todo el espacio. Es agradable esa mujer
y canta algo hermoso aunque, claro, no sé qué es. Cierro la puerta y sigo en
busca del baño. Al fondo del pasillo me han dicho. Mientras orino veo las
acacias a través de una ventana y oigo muy lejos a la soprano.
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GENTE MIRANDO
AL VACÍO.
Me han regalado un libro esta tarde. Una serie de
fotos que Walker Evans tomó en La Habana en 1933. Estamos en 2018. Exactamente
85 años. Y nada. Todo sigue igual. O casi. Mendigos, putas, gente mal vestida,
edificios cubiertos de moho y suciedad. Gente mirando al vacío. Gente detenida.
Gente que no sabe qué pasa. Gente en una esquina, arraigados en una losa de
cemento. Se respira con dificultad por la humedad y el calor. Nada. No pasa el
tiempo. Vamos a tomar una cerveza me dice el amigo que me regaló el libro.
Tomamos una cerveza y hay silencio. Presiento que se despide.
Y así fue. Pasó un año y no supe nada más. Un día lo
encontré en la calle. Sucio. Caminaba lentamente, ido del mundo. Le costó
recordar mi nombre. Bueno, yo se lo dije. Después me dijeron que sufre
Alzheimer y camina por las calles sin rumbo. Vive solo, y se pierde, alucinado,
como esos personajes en las fotos de Walker Evans.
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UN
PERÍODO DE ESTUPOR
Veo un viejo documental donde entrevistan largamente a
Ingmar Bergman. Dice que su casa tiene
66 metros de largo y que él padece de problemas de sueño. Está solo en casa. Se
levanta de noche y camina de un lado a otro. A veces piensa que hay espíritus
que se comunican con él y le dicen algo.
Habla despacio, en sueco, con largas pausas. Me gusta la suavidad de ese idioma.
Me recuerda cuando viví allí en el verano de 1999. Yo entraba lentamente en un
período de estupor. Era como entrar en un agujero profundo y oscuro. Al fin me fui y regresé a mi país, todo lo
contrario de Suecia: estridente, pobre, tumultuoso, con gente imprevisible y
disparatada, que me ayudaban a salir del hueco negro. Ahora este anciano habla lentamente sobre espíritus que
le dicen algo por las noches. Después lo utiliza en sus películas. Y yo pienso
en el estupor, que lo envuelve todo, como un sedante a medianoche.
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BLOOMSBURY
Estuve buscando la casa de Virginia Woolf, pero sólo
han dejado unas antiguas cabinas rojas de teléfono. Están vacías y sucias. Escenografía para
turistas. Premoniciones de la intriga. Sucias cabinas donde los dueños de
burdeles cercanos (o los encargados o los de marketing, quién sabe) pegan pequeñas stickers con fotos de putas
tetonas y provocativas, y las indicaciones para llegar en cinco minutos o
llamar y concertar una cita. Me hago una foto y me voy al hotel, muy cerca, en
Tavistock Square. Pido un scotch en el bar. Hay una luz mortecina y
polvorienta. Un bar con cierto aire miserable y perdido, sólo para borrachines
pobres. Saco un recibo que me dieron hoy en alguna tienda, y, al dorso,
escribo: Atento a las derrotas, a los pequeños percances familiares, a la
angustia lacerante, controlo el resplandor para que no disminuya. Oh, qué
sonriente, el hombre optimista y sardónico que se niega a hundirse. A trasmutar
en garrapata. Esta noche oscura las pesadillas me hacen despertar asustado y
lejos de casa. No sé. Áspero como un tiburón, me sumerjo en aguas profundas y
heladas. El whisky es malísimo y este lugar es real pero parece un jodío
invento de pésima novelita policiaca, ¿Qué hago?
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FINIS TERRAE
Salíamos cuando faltaba poco para la noche. Una vieja
chaqueta de cuero, una bufanda gruesa y una gorra de lana. Él tenía una ruta ya
estudiada que sabía de memoria. Y era compleja. Por dentro del bosque. Un
sendero estrecho, enlodado. Y nosotros muy rápido. A grandes zancadas. Después
teníamos que atravesar un largo trecho junto al mar, sobre los arrecifes. Las
olas resonaban duro contra la costa. Era un lugar inhóspito, irascible como una
trampa de misterio. La luz del faro a lo lejos. Se hacía de noche cerrada y
seguíamos. Aprisa. Sudando. Sin hablar. Concentrados. Me aflojaba un poco la
bufanda, y seguía sudando. Yo siempre pensaba en lobos hambrientos y en
asesinos agazapados en los matorrales. El sentido poético de la vida irradiando
su bondad y su malignidad. Después de una cena ligera no había nada más que
hacer. Y yo no quería hablar de mi vida. Intentaba olvidar y poner distancia.
Que es lo que hago siempre. Intento olvidar. Me iba a mi habitación y los
escuchaba gimiendo un buen rato. Varias veces me dijo: Es una mujer
insoportable pero tiene un buen polvo. Y sí. Pasaban una hora gimiendo y
gozando cada noche. Yo me masturbaba y me quedaba dormido como una piedra. Era
feliz en aquella época. Después me alejé de aquel lugar y jamás supe de
ellos. Como una visión fantasmal.
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