Mi casa

Mi casa
© Héctor Garrido

jueves, 14 de agosto de 2025

NATALIA GINZBURG



 

Acabo de releer  Léxico  familiar, después de algunos años. Es decir, había olvidado todo. Y lo he leído con inocencia, como si fuera la primera vez.

Cada día me gusta más leer libros escritos por mujeres. ¿Por qué? No sé explicarlo. Un teórico, un investigador, seguro encontraría fácilmente las claves y me daría una clase racional y bien documentada. O todo un curso universitario de un semestre. Yo, pobre de mí, admiro a ese tipo de personas. Por lo regular no pueden escribir pero pueden explicar. 

Sólo que son sus explicaciones. Generalmente alejadas de las ideas al respecto que tiene el propio autor. Pero está bien. Hacen lo que pueden. Y creo que ayudan a comprender.

Natalia nació en Palermo en 1916 y murió en Roma en 1991. Es decir, casi todo el siglo XX,  Mussolini y Segunda Guerra Mundial incluídos. Y el auge del socialismo y el comunismo.  Un siglo estridente, para decir lo mínimo.

Sin embargo, Natalia construye su relato con simples detalles familiares. Cómo hablaba el padre, los chistes repetidos, las comidas frugales en los tiempos de escasez y las abundantes en otros momentos, las criadas, cocineras y sirvientas, los amigos cercanos y lejanos, los  parientes que se van y ya se pierden para siempre.

En fin, es un arte extraño. Natalia utiliza sólo lo más simple. Aquello que más bien serviría como información de apoyo. Para ambientar un relato más sólido. 

Ahí está, creo, el toque femenino, la visión femenina del relato.  Encontrar la importancia de que cenemos esta noche sólo con una natilla es todo un lujo porque en medio de la guerra era difícil encontrar huevos, leche y azúcar. Y ya. Lo dice apenas en dos o tres líneas y sigue adelante. Un escritor hombre no le daría importancia a la natilla. Seguro que buscaría algo más contundente.

Y el libro se sostiene. Tienes que leer hasta el final. 

En alguna entrevista dijo que evitaba escribir sobre cosas desgradables.  Claro. Su vida fue muy fuerte, muy intensa y dolorosa. Así que inventó un modo  de escribir en que el lector va añadiendo lo que está oculto ahí, entre líneas. Parece una novela inocente, pero en realidad es una bomba de tiempo. Cuando pasan los días sientes que tú estabas allí y que eras un primo o un hermano o un amigo muy cercano de la familia. Casi nada.  Ya quisiera yo.


domingo, 10 de agosto de 2025

EL FANTASMA DE HEMINGWAY

 

A media mañana, yo iba caminando por Prado, entretenido, pensando en algo, cualquier tontería. Y de repente, en la esquina de Prado y Neptuno, aparece Ernest Hemingway, sonriente, caminando aprisa y de frente a mí. Era muy alto. Me sacaba una cabeza o más. Y yo mido 1,78.

Me quedé tan asombrado que paré de caminar y no me moví. Alelado. ¿Qué pasa? ¿El fantasma de Hemingway? Estupor total. Mi cerebro se detuvo.

Pero no era un fantasma. Eran muchos fantasmas. Venían detrás. También sonreían y caminaban aprisa. Era una pandilla. El más idéntico al escritor era el que caminaba delante. El líder de los fantasmas. Los otros eran casi iguales, pero con menos estatura, o barrigones. Detalles. Era un grupo de diez o doce Hemingways.

Siguieron aprisa, muy concentrados en sí mismos, supongo que sabían que si caminaban rápido llegarían pronto al hotel o a donde fueran y nadie les molestaría para pedirles un autógrafo o un selfie. Iban a su bola.

Entonces recordé el festival que hacen cada año en Key West, Florida, siempre en el mes de julio, alrededor del cumpleaños del escritor, que nació el 21 de julio de 1899, en Illinois.

Salí de mi estupor. Hemingway vivió algunos años en Cayo Hueso, cuando era joven. Tuvo allí una casa desde  1939. Después compró Finca Vigía, en San Francisco de Paula, unas colinas hacia el sureste de La Habana desde donde se aprecia la ciudad y el mar. Allí vivió desde 1940 hasta 1961 y fue su residencia más estable.

El festival de Key West dura varios días. Le dan un premio al señor que más se parezca a Hemingway. Y además un concurso de cuentos, torneos de pesca, abren el museo situado en la casa donde vivió el escritor. Venden sus libros, por supuesto. Corre el whisky y la cerveza. Y más. Todo muy entretenido.

Festivales turísticos así se hacen en otros lugares del mundo para recordar a Shakespeare, a Dostoievski, a Joyce, etc.

Así que está bien. Hemingway, que  adoró la fama y el dinero, tiene aquí su fiesta particular. Por cierto, en 2024 fue más intensa porque el escritor cumplía 125 años. Ahora, la de 2025 fue más tranquila, relativamente. A uno siempre se le queda la pregunta: Y de toda esta gente qua van allì y se divierten y beben y se ríen y gozan, ¿cuántos habrán leído algún libro de Ernest Hemingway? ¿Cuántos se llevarán a su casa un libro de este autor para leerlo después, en la tranquilidad y el silencio de sus casas?

No quiero responder.  Lo dejo ahí.



jueves, 3 de julio de 2025

EN MOSCÚ, 1985

 


       Aquí estoy, en Moscú, abril de 1985. Hace 40 años. Hay cierta atmósfera de espionaje y tinieblas. Es la atmósfera de la Guerra Fría, que se filtraba por todas las rendijas de nuestras vidas.
       Pero no pasaba nada. En realidad estoy en las afueras de Moscú, cerca de la Ciudad Estelar, que es el centro de entrenamiento de los cosmonautas soviéticos.  Faltaba algún tiempo para noviembre de 1989, cuando cayó el Muro de Berlín y se desató la gran tormenta de cambios radicales. Y que tuvo su momento estelar el 25 de diciembre de 1991, cuando Gorvachov declaró que se desintegraba la URSS y que cada uno se fuera para su casa.
       En 1985 yo preparaba el libro Vivir en el espacio, que salió en La Habana en 1987 por la editorial Científico Técnica, en coincidencia con algún aniversario de Yuri Gagarin, el primer cosmonauta del mundo.
       Durante unos 20 días visité Moscú, Leningrado y Vilnius, la capital de Lituania. Lo recuerdo todo. Con detalles. Desde mi enorme y vieja habitación en el hotel Pekín, en Moscú. Era un escenario de un cuento de Chejov. Creo que hasta el polvo acumulado era del siglo XIX. Increíble. Y el espectáculo del lago Ladoga y el río Neva descongelándose, en Leningrado. Enormes bloques de hielo bajando a gran velocidad, durante varios días, hacia el Báltico. 
       Podría escribir muchas páginas sobre aquel viaje. Pero daré sólo un detalle. Todo lo organizaba la agencia Novosti. Y formaba parte de los continuos intercambios profesionales con la Agencia de Información Nacional, de Cuba, donde yo trabajaba como periodista.        Fueron eficientes, amables y profesionales en extremo. Mejor imposible. Me asignaron un traductor. El joven todos los días me insistía en que ya era primavera y por tanto debía usar una ropa más ligera y veraniega. Yo no le hacía caso. Temperaturas en cero y  por debajo de cero grados Celsius y él con un simple trajecito barato, de poliester y una corbatita arrugada. Y yo vestido como para el Polo Norte. Creo que le avergonzaba mi indumentaria.
       En Leningrado fue indescriptible la visita de varias horas, yo solo caminando a mi antojo, al museo del Hermitage. El traductor no me soltaba. Ya lo había notado. Quería controlar minuciosamente todo lo que yo veía, comía, visitaba, preguntaba y pensaba. Todo. Estaba obsesionado por evitar que yo viera algo desagradable. 
       Un mediodía paseábamos en Leningrado. Un día bonito y soleado. Yo tomaba fotos con mi cámara Zenith. Quería preparar un pequeño fotorreportaje sobre la primavera en la ciudad.
       A la hora de almuerzo logré convencerlo para no regresar al lujoso hotel y comer cualquier cosa en una cafetería común y corriente. Me costó pero lo convencí. Entramos en una cafetería muy bonita, limpia y amplia, en el centro. 
       Él se quedó haciendo la cola para comprar unos raviolis con carne y unos jugos naturales de fruta. Yo fui a ocupar una mesa. Por unos grandes ventanales de vidrio entraba una luz suave y hermosa. Iluminaba a tres jóvenes muy bonitas, rusas, rubias, que almorzaban en una mesa junto a la mía. Era esa luz europea suave y delicada. Muy diferente a la luz del Caribe, cruda, brutal, destructiva.
       Ellas tan bonitas y sonrientes, con aquella luz lateral perfecta. Saqué la cámara. Enfoqué. Hice dos o tres fotos y guardé la cámara. Uffffff. En unos segundos se desató el pandemónium.
       No sé de dónde salieron tres mujeres mayores, bajitas, gorditas, frenéticas y muy enfadadas conmigo. Vestían de blanco. Eran cocineras y empleadas de la cafetería. Me regañaron duro. Las tres hablaban al mismo tiempo y formaron un escándalo. En ruso. Yo sólo entendía "fotografische". Repetían esa palabra. Me quedé asombrado por aquel escándalo inesperado. Había al menos 80 clientes allí. Todos prestaban atención. Yo quedé impávido. Literalmente. ¿Qué pasaba? ¿De qué me acusaban levantando el dedo índice? Tres dedos índices acusadores frente a mi cara.
       Dicho así, ahora, 40 años después, parece una comedia. Pero no. Aquellas viejas cabronas y breteras estaban montando una tragedia. Y yo era el centro de atención, el acusado, el culpable. 
       Al fin mi guía vino en mi auxilio. Se acercó. Depositó la bandeja con la comida sobre la mesa, y enfrentó a las viejas. Sólo les dijo unas pocas frases, en voz baja, y ellas se calmaron en un instante. Calladitas dieron media vuelta y se retiraron a la cocina rápidamente.
       Él también montó tremendo berrinche, en voz muy baja, y no almorzó. Yo, feliz, sí me comí los raviolis que estaban buenísimos.
       Me dijo que tenía que preguntarle antes de hacer cada foto. Aquel no era un lugar turístico y por tanto no se podía hacer fotos. Eso era todo.
       Para aliviar la tensión, se me ocurrió decirle, sonriendo y burlón:
-Muchacho, no te preocupes. Eso era la Administración, el Sindicato y el Partido, tenían que...
-¿Y cómo sabes eso? Tú sabes ruso.
-No, en absoluto. Pero en mi país es igual.
       A partir de ahí al parecer se relajó y todo siguió igual. Pero no fue así. Nos quedaba por delante Lituania y regresar a Moscú un par de días antes de viajar a La Habana. Al fin regresé. Fui al cuarto oscuro de la Agencia y revelé los 18 rollos marca ORWO que había usado en la URSS. Ahí estaban todos. Pero aquel rollo de película con las jóvenes rusas bonitas almorzando jamás apareció.
       Quizás todavía conservan un expediente abierto sobre aquel "caso". Quién sabe. El diablo son las cosas, decía mi abuelo.
       
       
       
       

miércoles, 2 de julio de 2025

DESAPARECEN LOS ARCHIVOS

 

      

           La arqueología de la literatura está guardada y bien protegida en algunos archivos. Casi siempre pertenecen a bibliotecas de las universidades más importantes del mundo. Por ejemplo, una buena parte de mi archivo personal se encuentra a resguardo hace años en la universidad de Princeton, en Nueva Jersey.

      Allì también está el archivo completo de Mario Vargas Llosa y de otros muchos escritores.  De ese modo uno tiene la garantía de que todo ese material está a salvo de robos, incendios, deterioro por humedad, hongos, y otros descalabros. El investigador que quiera conocer los detalles de mi escritura sólo tiene que visitar ese lugar y consultar todo lo que quiera. No está disponible en internet. Hay manuscritos corregidos, libretas de apuntes, diarios, fotos.  Se puede ver cómo evoluciona un texto desde, tal vez, una frase inicial hasta convertirse en un poema, un cuento, una novela, un artículo para una revista.

      Para los investigadores, obvio,  es muy importante disponer de estos santuarios. Y para los escritores son sinónimo de  tranquilidad y relax. En algunos países hay archivos que no garantizan la seguridad ante el expolio, el saqueo, y  el deterioro producido por humedad excesiva, temperaturas  descontroladas, plagas de polillas. 

      Sin embargo, los archivos desde  hace ya algunos años, entran en una etapa de  recesión, para decirlo de alguna forma. 

       Ahora todo el proceso de escritura es digital. Y no dejamos huellas. En mi caso, todavía escribo a mano los apuntes iniciales, en libretas comunes y con bolígrafo. Hago esquemas, apunto ideas. Si es un poema lo escribo totalmente a mano. A veces, ese mismo día o al siguiente escribo otro, y otro, y otro. Corrijo, amplío, tacho. Agarro una libreta nueva, los paso en limpio y sigo con los siguientes. Hasta que  comienzo a pasarlos en limpio en la laptop. Y sigo escribiendo a mano nuevos poemas.  Escribo la poesía sin pensar mucho. Dejo que brote sola.  En mí es más sentimieno que lógica o raciocinio.

       Si son cuentos hago lo mismo. Los escribo primero a mano, en libretas, hasta que llega el momento de pasarlos en limpio en mi laptop. Y sigo corrigiendo. Igual con una novela o cualquier texto. Siempre tengo que empezar  a mano y cuando ya se calienta, paso a la laptop. Hasta hace unos años pasaba a la máquina de escribir. Y corregía sobre la hoja de papel.

     Al final quedaban huellas abundantes de todo el proceso. Cuando terminaba el libro definitivamente lo entregaba al editor.  Toda la papelería  la guardaba en una bolsa plástica, la sellaba con precinta y  rotulaba el paquete. No me pregunten por qué ni para qué guardaba esos papeles inútiles. Síndrome de Diógenes tal vez. 

       Estuve años resistiendo a lo digital. Nací en 1950. En un barrio céntrico, de clase media, en Matanzas. Hacia 1957 en todo el barrio sólo había televisión en tres o cuatro casas, la mía incluida. Basta ese dato. No voy a contar la historia aburrida y que todos conocemos sobre la enorme y apabullante invasión tecnológica que ha caído sobre nuestras cabezas. 

       Al fin, fui cediendo poco a poco. Tuve un email y a los años, una laptop propia y así, gradualmente. Supongo que es un proceso parecido al  que ha sufrido toda la gente de mi generación. Estuve escribiendo periodismo y después libros en máquina de escribir mecánica, nunca eléctrica, desde los 13 años hasta los 56  más o menos. Y guardo un título enorme de Mecanografía al tacto, de Academias Minerva, de Matanzas.

 DESA