Mi casa

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© Héctor Garrido

jueves, 3 de julio de 2025

EN MOSCÚ, 1985

 


       Aquí estoy, en Moscú, abril de 1985. Hace 40 años. Hay cierta atmósfera de espionaje y tinieblas. Es la atmósfera de la Guerra Fría, que se filtraba por todas las rendijas de nuestras vidas.
       Pero no pasaba nada. En realidad estoy en las afueras de Moscú, cerca de la Ciudad Estelar, que es el centro de entrenamiento de los cosmonautas soviéticos.  Faltaba algún tiempo para noviembre de 1989, cuando cayó el Muro de Berlín y se desató la gran tormenta de cambios radicales. Y que tuvo su momento estelar el 25 de diciembre de 1991, cuando Gorvachov declaró que se desintegraba la URSS y que cada uno se fuera para su casa.
       En 1985 yo preparaba el libro Vivir en el espacio, que salió en La Habana en 1987 por la editorial Científico Técnica, en coincidencia con algún aniversario de Yuri Gagarin, el primer cosmonauta del mundo.
       Durante unos 20 días visité Moscú, Leningrado y Vilnius, la capital de Lituania. Lo recuerdo todo. Con detalles. Desde mi enorme y vieja habitación en el hotel Pekín, en Moscú. Era un escenario de un cuento de Chejov. Creo que hasta el polvo acumulado era del siglo XIX. Increíble. Y el espectáculo del lago Ladoga y el río Neva descongelándose, en Leningrado. Enormes bloques de hielo bajando a gran velocidad, durante varios días, hacia el Báltico. 
       Podría escribir muchas páginas sobre aquel viaje. Pero daré sólo un detalle. Todo lo organizaba la agencia Novosti. Y formaba parte de los continuos intercambios profesionales con la Agencia de Información Nacional, de Cuba, donde yo trabajaba como periodista.        Fueron eficientes, amables y profesionales en extremo. Mejor imposible. Me asignaron un traductor. El joven todos los días me insistía en que ya era primavera y por tanto debía usar una ropa más ligera y veraniega. Yo no le hacía caso. Temperaturas en cero y  por debajo de cero grados Celsius y él con un simple trajecito barato, de poliester y una corbatita arrugada. Y yo vestido como para el Polo Norte. Creo que le avergonzaba mi indumentaria.
       En Leningrado fue indescriptible la visita de varias horas, yo solo caminando a mi antojo, al museo del Hermitage. El traductor no me soltaba. Ya lo había notado. Quería controlar minuciosamente todo lo que yo veía, comía, visitaba, preguntaba y pensaba. Todo. Estaba obsesionado por evitar que yo viera algo desagradable. 
       Un mediodía paseábamos en Leningrado. Un día bonito y soleado. Yo tomaba fotos con mi cámara Zenith. Quería preparar un pequeño fotorreportaje sobre la primavera en la ciudad.
       A la hora de almuerzo logré convencerlo para no regresar al lujoso hotel y comer cualquier cosa en una cafetería común y corriente. Me costó pero lo convencí. Entramos en una cafetería muy bonita, limpia y amplia, en el centro. 
       Él se quedó haciendo la cola para comprar unos raviolis con carne y unos jugos naturales de fruta. Yo fui a ocupar una mesa. Por unos grandes ventanales de vidrio entraba una luz suave y hermosa. Iluminaba a tres jóvenes muy bonitas, rusas, rubias, que almorzaban en una mesa junto a la mía. Era esa luz europea suave y delicada. Muy diferente a la luz del Caribe, cruda, brutal, destructiva.
       Ellas tan bonitas y sonrientes, con aquella luz lateral perfecta. Saqué la cámara. Enfoqué. Hice dos o tres fotos y guardé la cámara. Uffffff. En unos segundos se desató el pandemónium.
       No sé de dónde salieron tres mujeres mayores, bajitas, gorditas, frenéticas y muy enfadadas conmigo. Vestían de blanco. Eran cocineras y empleadas de la cafetería. Me regañaron duro. Las tres hablaban al mismo tiempo y formaron un escándalo. En ruso. Yo sólo entendía "fotografische". Repetían esa palabra. Me quedé asombrado por aquel escándalo inesperado. Había al menos 80 clientes allí. Todos prestaban atención. Yo quedé impávido. Literalmente. ¿Qué pasaba? ¿De qué me acusaban levantando el dedo índice? Tres dedos índices acusadores frente a mi cara.
       Dicho así, ahora, 40 años después, parece una comedia. Pero no. Aquellas viejas cabronas y breteras estaban montando una tragedia. Y yo era el centro de atención, el acusado, el culpable. 
       Al fin mi guía vino en mi auxilio. Se acercó. Depositó la bandeja con la comida sobre la mesa, y enfrentó a las viejas. Sólo les dijo unas pocas frases, en voz baja, y ellas se calmaron en un instante. Calladitas dieron media vuelta y se retiraron a la cocina rápidamente.
       Él también montó tremendo berrinche, en voz muy baja, y no almorzó. Yo, feliz, sí me comí los raviolis que estaban buenísimos.
       Me dijo que tenía que preguntarle antes de hacer cada foto. Aquel no era un lugar turístico y por tanto no se podía hacer fotos. Eso era todo.
       Para aliviar la atención, se me ocurrió decirle, sonriendo y burlón:
-Muchacho, no te preocupes. Eso era la Administración, el Sindicato y el Partido, tenían que...
-¿Y cómo sabes eso? Tú sabes ruso.
-No, en absoluto. Pero en mi país es igual.
       A partir de ahí al parecer se relajó y todo siguió igual. Pero no fue así. Nos quedaba por delante Lituania y regresar a Moscú un par de días antes de viajar a La Habana. Al fin regresé. Fui al cuarto oscuro de la Agencia y revelé los 18 rollos marca ORWO que había usado en la URSS. Ahí estaban todos. Pero aquel rollo de película con las jóvenes rusas bonitas almorzando jamás apareció.
       Quizás todavía conservan un expediente abierto sobre aquel "caso". Quién sabe. El diablo son las cosas, decía mi abuelo.
       
       
       
       

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