Acabo de ver en el museo Thyssen, de Madrid, dos exposiciones impactantes: Realistas de Madrid, y otra de Andrew y Jamie Wyeth, padre e hijo, norteamericanos. Los realistas madrileños son increíbles, con obras de los años 60 y 70 básicamente. La primera vez que estuve en Madrid fue en el invierno de 1998. Me quedé tres meses, medio congelado, en una buhardilla miserable en La Latina. En esos barrios del centro todavía se olía la época oscura de Franco, que había concluido más de 20 años atrás. Pero persistía el olor, los personajes, los pícaros, las gitanas, una atmósfera que se siente cuando uno tiene experiencia con dictaduras. Esos cuadros me recuerdan aquella época intensa y loca de mi vida, con mucho alcohol, con amantes de 50 a 75 años, De todo, cuando yo tenía apenas 48 años y era un joven escritor con demasiada energía y excesiva testosterona.
También dediqué un buen rato a las 65 obras de los Wyeth, que vivían en el campo y pintaban lo que veían a su alrededor, sin prisas. Otro mundo muy diferente al de Madrid, pero unidos por el hilo invisible del realismo, de la lentitud deliciosa que tanto agradezco en estos tiempos de prisas, de lucha mediática, de mercantilismo cueste lo que cueste y de avaricia generalizada. Después, cansados, mi compañera y yo fuimos a la cafetería del museo. Pedimos un café. Me reanimé y apreté un curioso timbre que hay sobre la mesa. De inmediato se acercó el camarero.
-¿Desea algo más?
-No, sólo quería saber si este timbre funciona realmente. No tiene cables.
Él no perdió la compostura ante mi estupidez. Muy amable me enseñó un reloj que sus patronos le han atado en la muñeca.
-¿Ve? Es un vibrador.
-Ahh, qué bien. ¿Molesta?
Me miró y con toda sinceridad me dijo:
-Sí. Es molesto, pero...
-Bueno, es su trabajo. ¿Me podría traer unos brioches de mandrágora?
El hombre, con un elegante traje negro, se quedó atónito:
-¿Cómo?
-Brioches de mandrágora.
-Ehhh... ¿Están en el menú? No recuerdo...
-No sé. Me gustan mucho. Dos, si es posible.
-Bien, ehhh...lo intentaré. Preguntaré al chef. Un momento, por favor.
Y se retira en dirección a la cocina. Mi mujer me mira, sorprendida.
-¿Por qué has hecho eso?
-No sé. Se me ocurrió.
Nos miramos a los ojos y soltamos una carcajada. Supongo que este buen humor se debe a las dos estupendas exposiciones que acabamos de ver. Hoy en día hay tantísima frivolidad intrascendente en las galerías, que es difícil encontrar algo realmente bueno y válido y que compense el tiempo y la energía que uno gasta. Pido la cuenta con un gesto a otro camarero. Me la trae. Carísimos los dos cafés, como es lógico en estos sitios, aunque en el Louvre y en Berlín habrían cobrado el doble. Pago. Y cuando nos levantamos viene apresurado hasta nosotros el compañero del vibrador, y nos dice:
-Lo lamento, señor, me dice el chef que hoy tenemos una mandrágora holandesa que no es recomendable.
-¿Mandrágora holandesa?
-Sí...quizás otro día, aunque no sabemos cuándo...
Lo miro sonriendo. Creo que me ha salido una sonrisa de serpiente. El John Snake cabrón acecha siempre. En la oscuridad más oculta de mi alma. Él camarero también sonríe y me sostiene la mirada. Tranquilo. Total dominio de sí mismo, como debe ser.
-¿Desean algo más los señores?
-No, ya. Muchas gracias. Hasta luego
-Hasta luego, señor. Señora.
Hace una leve inclinación de cabeza. Y se aleja.
Bueno, nos hemos divertido. Y salimos a la calle. Es abril y todavía quedan restos del invierno. Hay mucho viento.
Oiga Pedro Juan escribí esto cuando terminé su libro trilogía sucia de la Habana, espero pueda leerlo y comentarme... de antemano gracias...
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