Allì también está el archivo completo de Mario Vargas Llosa y de otros muchos escritores. De ese modo uno tiene la garantía de que todo ese material está a salvo de robos, incendios, deterioro por humedad, hongos, y otros descalabros. El investigador que quiera conocer los detalles de mi escritura sólo tiene que visitar ese lugar y consultar todo lo que quiera. No está disponible en internet. Hay manuscritos corregidos, libretas de apuntes, diarios, fotos. Se puede ver cómo evoluciona un texto desde, tal vez, una frase inicial hasta convertirse en un poema, un cuento, una novela, un artículo para una revista.
Para los investigadores, obvio, es muy importante disponer de estos santuarios. Y para los escritores son sinónimo de tranquilidad y relax. En algunos países hay archivos que no garantizan la seguridad ante el expolio, el saqueo, y el deterioro producido por humedad excesiva, temperaturas descontroladas, plagas de polillas.
Sin embargo, los archivos desde hace ya algunos años, entran en una etapa de recesión, para decirlo de alguna forma.
Ahora todo el proceso de escritura es digital. Y no dejamos huellas. En mi caso, todavía escribo a mano los apuntes iniciales, en libretas comunes y con bolígrafo. Hago esquemas, apunto ideas. Si es un poemas lo escribo totalmente a mano. A veces, ese mismo día o al siguiente escribo otro, y otro, y otro. Corrijo, amplío, tacho. Agarro una libreta nueva, los paso en limpio y sigo con los siguientes. Hasta que comienzo a pasarlos en limpio en la laptop. Y sigo escribiendo a mano nuevos poemas. Escribo la poesía sin pensar mucho. Dejo que brote sola. En mí es más sentimieno que lógica o raciocinio.
Si son cuentos hago lo mismo. Los escribo primero a mano, en libretas, hasta que llega el momento de pasarlos en limpio en mi laptop. Y sigo corrigiendo. Igual con una novela o cualquier texto. Siempre tengo que empezar a mano y cuando ya se calienta, paso a la laptop. Hasta hace unos años pasaba a la máquina de escribir. Y corregía sobre la hoja de papel.
Al final quedaban huellas abundantes de todo el proceso. Cuando terminaba el libro definitivamente lo entregaba al editor. Toda la papelería la guardaba en una bolsa plástica, la sellaba con precinta y rotulaba el paquete. No me pregunten por qué ni para qué guardaba esos papeles inútiles. Síndrome de Diógenes tal vez.
Estuve años resistiendo a lo digital. Nací en 1950. En un barrio céntrico, de clase media, en Matanzas. Hacia 1957 en todo el barrio sólo había televisión en tres o cuatro casas, la mía incluida. Basta ese dato. No voy a contar la historia aburrida y que todos conocemos sobre la enorme y apabullante invasión tecnológica que ha caído sobre nuestras cabezas.
Al fin, fui cediendo poco a poco. Tuve un email y a los años, una laptop propia y así, gradualmente. Supongo que es un proceso parecido al que ha sufrido toda la gente de mi generación. Estuve escribiendo periodismo y después libros en máquina de escribir mecánica, nunca eléctrica, desde los 13 años hasta los 56 más o menos. Y guardo un título enorme de Mecanografía al tacto, de Academias Minerva, de Matanzas.
DESA