Mi casa

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© Héctor Garrido

lunes, 21 de julio de 2014

DENTRO DEL ABSURDO

Un escritor nunca sabe si las historias que cuenta son útiles o inútiles; edificantes o desmoralizantes; necesarias o innecesarias; leves o pesadas. Uno nunca se hace esas preguntas. Simplemente escribe cada vez que tiene una historia redonda. Y de ahí sale un poema, un cuento o una novela. Después toca a los lectores decidir.
Esta historia sucedió realmente hace unos pocos años. En una casita de madera, humilde, en medio de un campo de Cuba, rodeada por sembrados de arroz, frijoles y maíz. Vivían  alejados del pueblo más cercano. A unos diez kilómetros. En los alrededores  unos pocos vecinos. El más cercano a unos 500 metros. El hombre era un tipo noble, de campo, un buenazo.  Un poco triste, apesadumbrado.  Ella todo lo contrario: alegre, chispeante, con mucha energía. Tenían dos niños, de unos siete y diez años más o menos. Ella era infiel. Desesperadamente infiel. Una infidelidad enfermiza, continua, incontrolable. Se escapaba con algún hombre y su ausencia podía durar unas pocas horas o varios días. Regresaba con  alguna excusa torpe que el hombre aceptaba sin protestar y sin preguntar. Ella venía sucia de olores y huellas evidentes de sus aventuras. Se bañaba, se ponía ropa limpia y aquí no ha pasado nada.
Los conocí de un modo casual. Vivían cerca de unos parientes a los que visitaba por unos días. Hablé con el hombre. Tenía planes de agrandar la casa, añadir otra habitación y mejorar el techo, que era de guano. La mujer hizo café, me brindó, parloteó sobre algo, no recuerdo qué. Me regalaron unos mangos buenísimos. Y me fui.
Unos meses después sobrevino la tragedia. Ella amenazó al hombre con irse definitivamente. Con otro hombre, por supuesto. Él, estoico, respondió:
-Haz lo que quieras, pero no te vayas. No me dejes solo.
-Sí  me voy.
-Si te vas de la casa te mato. Y me mato después.
-Deja ese drama.  Mañana me voy. Te dejo a los niños. A ver si regreso algún día.
Él, hombre de pocas palabras, no contestó. A las diez de la noche se acostaron y apagaron las luces. Dormían separados hacía tiempo. Él compartía cama con uno de los niños. Ella con el otro. El hombre esperó pacientemente hasta la una de la mañana. A esa hora se levantó, cogió el machete que sigilosamente había afilado por la tarde, se acercó a la cama de ella, midió bien el golpe, subió el machete y le cortó la cabeza de un solo tajazo. El machete estaba tan afilado que llegó al colchón. Fue un  golpe tan brutal que cortó limpiamente  hasta los huesos. Los niños despertaron gritando. Él enloqueció cuando vio lo que había hecho. Salió corriendo de la casa y se internó en un monte cercano. Se tasajeó el cuerpo con el machete, y atinó a preparar un lazo. Se ahorcó. No he sabido qué pasó con los niños. Supongo que estarán con algunos familiares. ¿Cómo será la vida de esos niños? ¡Qué absurdo!
Eso es todo. Por ahora lo dejo aquí. Creo que nada tiene una explicación lógica y cerrada. A veces funcionamos dentro del absurdo. 

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