Después de toda una vida leyendo, ahora me interesa sobretodo lo que hay detrás de cada libro. Es decir, los autores y sus circunstancias. Quizás por eso leo algunas biografías y libros de memorias y recuerdos de algunos escritores. Como París era una fiesta, de Hemingway, o la última biografía de Salinger publicada en 2014 en español, por Seix Barral. A veces encuentro respuestas a mi curiosidad. Que se concentra en unos pocos autores. No muchos. Por lo general hoy en día los escritores se montan en lo que llaman su "carrera" de escritor. Son esos escritores que necesitan mantener una presencia mediática para que no los olviden, que agradecen a sus editoriales cuando les gestionan algún premio, y que trabajan compulsivamente para publicar un libro cada dos años.
Son esclavos del ego. Pero no lo saben porque suben y bajan desesperadamente de aviones, entran y salen de habitaciones de hotel y se presentan en todos los festivales posibles, mientras fuman y escriben en su ordenador portátil. Escriben con la punta de los dedos en hoteles y aeropuertos. No hay tiempo para digerir. Tienen que escribir rápido porque el editor está esperando. Mercaderes. Sólo eso. Así que no dejan tiempo ni espacio para reflexionar un poco sobre sí mismo y lo que hacen. Y la vida se les escapa entre los dedos. Son víctimas del espíritu de la época: el espíritu mercantil y el vértigo.
Por suerte, a veces surgen escritores de otro tipo. Acabo de releer Todos se van, de Wendy Guerra. Una novela importante y estupenda. Hace unos años ganó el premio Bruguera. Y claro, ante un relato tan fuerte uno se inquieta. Dos veces le he preguntado a Wendy: "¿Todo eso es cierto? Es muy autobiográfica esa novela. O lo parece." La respuesta es un sutil sonrisa de Mona Lisa Extraviada. A buen entendedor con ninguna palabra basta.
En esta afición a indagar en las zonas ocultas de algunos libros he tenido una experiencia espectacular. Con Juan Rulfo. Adoro los dos libros de Juan Rulfo (por suerte, al morir el escritor sus parientes no publicaron nada, menos mal). Todos adoramos esos dos libros. Ese modo de escribir entre el humo, como quien entra y sale sutil y constantemente del mundo de los muertos.
Hace muchos años, alrededor de 1990, estoy pasando unos días en Morelia, Michoacán, con unos amigos, Mario y Graciela. Un domingo lo dedicamos a recorrer los alrededores del lago de Pátzcuaro. Hay varios pueblecitos y cada uno se dedica a una artesanía específica.: cestería, madera, metales, etc. Uno de esos pueblos, polvorientos y pobres, es Capula. Allí se dedican a la cerámica utilitaria. Hacen y venden platos, pozuelos, jarras, etc. En el pueblo abundan los hornos de leña para cocinar la cerámica. Hay grandes y antiguos caserones, oscuros y desvencijados, con portales alrededor y una atmósfera como de abandono y pobreza eterna.
En algún momento, en pleno mediodía, veo una viejas muy delgadas, vestidas de negro. Dos o tres viejas, que se mueven en medio del humo y el polvo. A lo lejos. Entran y salen de la oscuridad de aquellos caserones. Hay silencio y no se escuchan ni las pisadas ni el crepitar de la leña en los hornos. Sólo aquellos fantasmas con largos sayos negros moviéndose como si flotaran en el humo. Y ahí estaba todo. Juan Rulfo no apareció pero estaba allí, haciéndome un guiño. Y de pronto ya no era Capula, sino Comala. Entre el humo y el silencio, el mundo de tinieblas y de muertos. Todo inasible. Inexplicable.