Mi casa

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© Héctor Garrido

martes, 28 de abril de 2015

MACHO TROPICAL

Acabo de ver en la televisión un documental sobre deportistas que reciben frecuentes golpes en la cabeza, y sus consecuencias. Algunos, que practican rugby, hockey, boxeo, etc, terminan sus vidas con graves depresiones y suicidios cuando apenas tienen 40 años o menos. En algún momento del documental una científica extrae un cerebro de un recipiente. Lo coloca sobre una mesa y con un cuchillo lo corta en tajadas. Dispone las lonchas en una bandeja, como si fuera rosbif, y explica algo sobre determinadas marcas que indican cómo los golpes recibidos durante el juego afectaron y perturbaron definitivamente la vida del deportista cuyo cerebro tenemos delante.
Mientras la mujer corta lonchas de cerebro yo aparto la mirada de la pantalla. Me chocan esos planos largos e incisivos sobre algo tan desagradable. Entonces recuerdo a Anton Chejov: "Un químico no puede sentirse asqueado con nada que existe sobre la capa de la tierra. Un escritor tiene que ser tan objetivo como el químico".
Y sigo asociando: Al hablar de ascos y repugnancias recuerdo cierto reportaje periodístico que logré hacer a duras penas en un quirófano, en la década de 1980. Un ginecólogo cubano muy destacado había rescatado una técnica  de manipulación quirúrgica para hacer cesáreas.  Se había utilizado antes de 1945 con muy buenos resultados al reducir drásticamente la mortalidad de las mujeres al parir. Pero a partir de ese año se extendió el uso de los antibióticos  y los ginecólogos adoptaron técnicas más simples para la cesárea. Estas técnicas "sencillas" aumentaban la posibilidad de infección, pero ahí estaban a mano los antibióticos. No obstante, aumentó la mortalidad de las madres por infección postoperatoria. Ahora el doctor Noda rescataba aquella vieja técnica, que traía aparejada una reducción drástica de las infecciones postoperatorias. Recordemos que en las zonas tropicales es mayor el riesgo de infección debido a las altas temperaturas y excesiva humedad.
Pues ahí estaba yo. El doctor me invitó a presenciar una operación cesárea en el quirófano. Jamás había entrado a un lugar así. Yo tenía 30 y pico de años y me sentía como Supermán. Con toda la arrogancia, el machismo y el dominio sobre sí mismo que normalmente tienen los machitos tropicales a esa edad.Así que jamás decía no. Para hacer un buen reportaje no me detenía ningún obstáculo. Había caminado en minas de cobre a dos kilómetros bajo la superficie, en túneles donde apenas cabía una persona. Estuve en aviones y helicópteros en medio de huracanes, en submarinos, hice saltos en parapente, escalé montañas muy difíciles para llegar a antiguas cuevas de cimarrones. Navegué muchas veces en pequeños barcos de pescadores de bonitos en el Golfo de México, con la mar muy brava, olas de tres metros,  y enormes tiburones dando vueltas incesantes, amenazadores. En fin, me creía una especie de Indiana Jones, indetenible e invulnerable, al que todo le salía bien. Me sentía muy motivado porque amaba mi oficio de periodista. Y esto era fundamental.
El médico empezó a picar carne y a profundizar en el vientre de aquella mujer. El bisturí cortaba grandes trozos de manteca. Era una mujer un poco gruesa, negra, de casi 50 años. El fotógrafo que me acompañaba hacía fotos de toda la secuencia. Yo tomaba apuntes de las explicaciones que el médico me daba minuciosamente. Pero ante aquella masacre con bisturí sentí que algo se me encogía por dentro. Aquella carne sangrante se abría en dos pedazos. Me dominé, por supuesto.Tenía que controlarme. Después de unos minutos el médico y su ayudante llegaron a la bolsa fetal. El doctor lo anunció: "Ahora vamos a abrir la bolsa fetal". Dio un piquete. Y de allí salió, sorpresivamente, un terrible olor a mierda. El niño se había hecho caca. Aquella fetidez inesperada me llegó a algún lugar traicionero en mi cerebro. Sentí que todo el cuerpo se me enfriaba y en segundos perdía todas mis fuerzas. Apenas miré al fotógrafo y le dije, en un susurro: "Bejerano, ¿tú te sientes bien?" Y me fui. Perdí el conocimiento  y me desplomé  en el piso como un saco de arena.
Desperté sobre una camilla, en el pasillo. Una enfermera se disponía a ponerme la tercera inyección de cafeína. Me sonrió. Demoré unos segundos en salir del estado catatónico en que me había sumergido. Me sentí tan ridículo que no sabía qué hacer ni qué decir. Enseguida apareció el ginecólogo, avergonzado. Intenté alguna excusa. pero fue él quien amablemente se disculpó: "Perdona. No me di cuenta que no estabas preparado sicológicamente. Para mí es lo más normal del mundo. Todos los días hago de una a tres cesáreas. Discúlpame".
Me sentí reconfortado por sus palabras tan caballerosas y compasivas. Después escribí el reportaje por las fotos. Tranquilamente, en su consulta, con la secuencia de imágenes delante, el doctor me explicó todo. Y pude escribir el texto con  claridad y lógica.
Han pasado unos 30 años de ese suceso. Creo que a partir de ese momento empecé a comprender mejor a los "superdotados" machitos tropicales.Empezando por mí, claro. Quiero decir que en mi corazón empezó a ganar terreno la humildad mientras la arrogancia y la vanidad perdían espacio.

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