Mi casa

Mi casa
© Héctor Garrido

miércoles, 7 de enero de 2015

EL VICIO DE ESCRIBIR

Creo que escribir se convierte poco a poco en un vicio incontrolable. Tanto como fumar o beber ron. Escribir ayuda a ordenar las ideas. Yo siempre he llevado diarios. Eso me ayuda mucho. Escribo las rutinas intrascendentes del día a día. Lo que sucede alrededor y dentro de mí. También tengo este blog y además escribo poesía. Son mis tres variables mínimas de la escritura: diario, blog y poesía. Campos de experimentación donde uno escribe sin pensar mucho. La escritura  fluye y escribo automáticamente.  La variable media, para mí, es el cuento. Y la variable máxima es la novela.
Es muy difícil escribir una novela. Un poema sale a tropezones de alguna lectura, de una imagen, de un pensamiento, de algo que escucho por ahí. No sé. Hay muchos estímulos. Escribo un poco, a mano, y lo dejo, sin darle importancia. Un día o una semana después escribo más, lo redondeo. Y generalmente en pocos días o -con suerte- en pocas horas tengo un poema extraño, raro, misterioso, inexplicable, y me pregunto de dónde coño ha salido. ¿Todo eso estaba en mi cabeza? No lo creo. Yo no estoy tan loco. Pero, en fin, ya está escrito. Lo paso a máquina, lo cual es importante para mejorarlo más, y lo guardo en una carpeta. Después sólo hay que releerlo cada unos cuantos días para corregirlo una y otra vez y borrar los ripios e hilachas, que siempre cuelgan. 
Nunca se escribe un libro de poemas, por supuesto. La poesía no soporta tanto método. Si intento ponerle orden se encabrita y me tumba del caballo. Hay que dejarla medio silvestre, fuera del corral. Es decir, controlar agota la fuente misteriosa. Es mejor ignorar dónde está  esa fuente y seguir tirando un cubo con una cuerda en la oscuridad del pozo. Si se hace relajadamente, el cubo siempre saldrá con agua limpia, libre de fango. No hay que pretender jamás ordenar cartesianamente los poemas porque todo se jode. A mí me da mala suerte hasta contar los poemas que hay en la carpeta, o tratar de ordenarlos, o buscar un título pensando en un libro. Y ni pensar en leerle un poema en voz alta a otra persona. No. Secreto total. No. Nada de eso. Todo ad libitum. Que los poemas se sientan libres, independientes, nada de coacciones o intentos de controlar la situación. Libertad total. Los poemas son muy vulnerables. Frágiles como nadie se imagina.
En cambio, los cuentos soportan, requieren, y hasta exigen, un poquito de más control. Comienzan igual que los poemas: de una situación, de un recuerdo, de una historia real que alguien me ha contado. Tomo unos apuntes, sé por dónde empezar y cómo seguir, intuyo un final, o no. Generalmente no sé el final. Y me lanzo. Pero el cuento es breve y no me hace sufrir. Sigo el caminito que los personajes me indican. En la poesía no hay personajes. A veces sí, pero muy sutiles y deslavados, casi siempre son como fantasmas Juanrulfianos que flotan en el poema. Pero en el cuento mis personajes sí son de carne y hueso, duros. Son los que hacen todo el trabajo. Yo sólo los sigo obedientemente, para enterarme de todo. Es fácil. Faulkner aseguraba que cuando escribía una novela, los personajes cobraban vida después de la página 200. Entonces se deslizaban solos y él se convertía en simple testigo de lo que pasaba ante sus ojos. Es decir, que era capaz de escribir 200 páginas empujando a sus personajes y obligándolos a moverse. Pues no entiendo y tampoco me lo creo.  Tengo que esperar semanas, meses, años, hasta que los personajes ya tienen vida. Y cuando empiezo a escribir todo el mundo hace rato que está viviendo ahí en ese lugar. Yo abro una puerta y ahí está todo funcionando y latiendo. El problema es encontrar esa puerta.
Mi última novela, Fabián y el caos, ahora en proceso editorial, comenzó a asomar las orejas en 1991 y no me atreví a comenzar a escribirla hasta 2012. Para ser exacto: No es que no me atreviera, era mucho peor. Es que no sabía cómo escribirla. Tenía los personajes, el escenario, la época, la atmósfera, los vínculos, las relaciones, la trama básica y el superobjetivo (detesto esa palabrita pedante, pero es cierto, si no hay superobjetivo implícito todo se queda a ras del suelo). Pero la historia tiene que fluir sola. Hay que encontrar algo, que se sé qué es. Es un soplo de vida, que hace que todo se ponga en marcha suavemente, sin chirridos. Ese soplo de vida es el que marca la diferencia entre el escritor comercial, artesano, vulgar y simple, y el verdadero artista, que posee la gracia inexplicable del arte.
Pues la novela pudo arrancar, o su escritura pudo comenzar, porque una mañana mi mujer me contó algo que le sucedía con unos tíos en Madrid, en la época de Franco, cuando ella era muy joven. Y fue una iluminación repentina e inesperada.  Claro. Ahí comenzaba la novela. No donde yo pensaba que debía comenzar. Y me senté inmediatamente y me puse a escribir. Dos años para unas 200 páginas. Para escribir una novela se necesita mucha disciplina, autocontrol, y renunciar a muchas cosas en aras de lo que uno hace. La novela no permite que se le abandone. Me levanto por las mañanas. Tomo café y me siento a escribir. Horas y horas. Hasta el mediodía. Y esa disciplina durante meses. No hay otro método: Por las tardes hago ejercicios, veo amigos, paseo, voy a nadar, me estiro como un oso encogido después de 6 meses de hivernación. Exige mucho la novela. Y me hace sufrir porque  en todo el tiempo de escritura llevo una doble vida. Y encima, hacia el final siempre me pongo frenético y trabajo hasta por la noche. Es terrible porque se convierte en algo agónico. Por suerte, con los años escribo menos. Bueno, con los años todo se hace menos. En una entrevista que Elena Poniatowska le hizo a Julio Cortázar en los años 80 (Revista de la Universidad de México, octubre 2013), ella le pregunta:  "Julio, ¿tu capacidad de trabajo sigue siendo tan fenomenal?" Y él responde: "No, a medida que va pasando el tiempo es cada vez menos. Cuando empiezo un libro -hablemos de una novela que es un trabajo más continuado- y tengo una necesidad imperiosa de escribirlo, tardo muchísimo en decidirme a empezarlo, doy vueltas como un perro alrededor de un tronco de árbol, a veces semanas y meses hasta que, finalmente, la cosa empieza: es evidente, lo sé por experiencia, porque siempre me sucede lo mismo. El primer tercio del libro avanza a empujones, entro en una etapa de trabajo continuo y finalmente me olvido de comer y de dormir. Me acuerdo muy bien cuando escribí Rayuela, lo hice en un estado tal de posesión que no lograba alejarme de la mesa de trabajo".

No hay comentarios:

Publicar un comentario