
Hace un par de días entré en el micro Fnac de Marbella (Andalucía) para curiosear un poco y de paso comprobar si tienen a la vista mi última novela, publicada en Anagrama en junio pasado. Este chequeo medio neurótico lo hacemos todos los escritores aunque, claro, ninguno lo reconozca en público. Bueno, pues Estoico y frugal no estaba a la vista. Volví a mirar en todos los estantes y no. Sólo tenían la Trilogía sucia de La Habana y El Rey de La Habana. Muy serio le pregunté a un empleado que sacaba libros de unas enormes cajas plásticas y las colocaba en los estantes. Y su respuesta fue con una gran sonrisa (esto parece un spot publicitario pero fue así como sucedió): "Sí, aquí está. Se nos ha agotado dos veces y lo pedí de nuevo". Y sacó diez o doce ejemplares y los colocó en el estante. "Ah, bien, muchas gracias", le contesté, ya tranquilizado. Y es que he recibido en estos días dos quejas de lectores mexicanos del DF que han buscado la novela en Ghandi y en la librería del Fondo de Cultura Económica y no la tienen. Así que entré al pequeño FNAC andaluz inyectado con ácido en la yugular. Pero tuve un "Final feliz" como en los masajes que me dan las filipinas en el centro de masajes aquí al frente. Todo bien.
Entonces fijé la vista en una nueva edición de los Diarios de John Cheever. Cuando salió en español por primera vez, creo que en 1993, no la compré porque en ese momento estaba aburrido de Mr. Cheever. Había intentado leer sus cuentos y no podía. Para mi gusto demasiado clase media alta. Yo tengo muy arraigado el concepto de que la literatura es un asunto de la clase media. Escritores, lectores, traductores, críticos (sólo los editores y distribuidores llegan inevitablemente a millonarios), los demás, incluidos los libreros pequeños, somos clase media. Y cuidado, porque si pierdes el sexto sentido puedes caer a ser un adulto mayor de renta baja o muy baja. Y además, un escritor serio lo único que puede hacer es escribir sobre aquello que más conoce, es decir, sobre sí mismo y sus alrededores. También puede, si se ve muy apretado, escribir una novela policiaca y venderla a una editorial grande y comercial. Y después aguanta lo que viene. "Aguanta el marrón" dicen en España.
Pero a pesar de tener claros estos conceptos me jodía ese regodeo mezquino de Cheever con los privilegios que le proporcionaba el contexto en que había nacido. Y jamás salía de ese pequeño y retorcido mundo. Sospecho que en el fondo de mi alma unas gotas de envidia (no sana sino agresiva) oscurecían mi visión sobre el tema y hacía que me cayera mal el Mr. Cheever, apodado "El Chejov" de los suburbios.
Después, con los años y la vida, perdí esa inflexibilidad e intolerancia, y comprendí que Cheever no podía hacer otra cosa y estaba bien lo que hacía. Además escribía cuentos para ganarse la vida y publicarlos en The New Yorker, una revista muy bien diseñada para agradar a la clase media americana que, como The Paris Review, y lo digo por experiencia propia, exigen al escritor que cumpla determinadas reglas de corrección política, como si uno fuera un aséptico escritor de guiones de telenovelas. Así que ahora me leo a Cheever en diminutas micro dosis porque sigo sin soportarlo con 400 páginas de un golpe.
Es que escribía sus cuentos con la fórmula New Yorker donde dos más dos tiene que dar cuatro obligatoriamente. Si al escritor le conviene que esa suma de cero o siete no puede ser. Tiene que aguantarse y escribir algo previsible, académico, convencional y dentro de la correción política más dañina y encaminada a recibir premios y aplausos.
Entonces, decía, cogí el libro, leí unas cuantas líneas ad libitum y me gustó. Me pareció que era otra cosa. Lo compré y lo estoy leyendo. Y sí. Es otra cosa. Muy interesante. Creo que lo comentaré en la próxima nota en este blog.