Mi casa

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© Héctor Garrido

viernes, 27 de junio de 2014

UN OFICIO PELIGROSO

A fines de 1998 Paul Auster estuvo en Madrid promocionando su película Lulu on the Bridge, escrita y dirigida por él mismo. Un gran éxito mediático. En esos años hizo dos o tres películas. Y todo fue fugaz.  Ya ni recuerdo nada de aquellos filmes. Sin embargo, nunca olvido una de sus respuestas. Un periodista le pregunta por qué de repente le ha dado por hacer cine. Y Auster,  en un rapto de sinceridad, le responde: "He sacado cuentas. Creo que he pasado unos 20 años de mi vida encerrado, escribiendo entre cuatro paredes. Necesito un poco de aire fresco, ver gente, trabajar en equipo". Esa respuesta no lo ayudaría mucho a vender su película, pero es de una exactitud y una honestidad  admirable.
Voy a ir un poquito más allá. Con frecuencia me preguntan qué puedo aconsejar a los jóvenes que quieren ser escritores. Siempre doy la misma respuesta: Si pueden dedicar su vida a otra cosa es mejor que se olviden de la escritura. Un escritor con cierto éxito aparentemente vive en una encantadora zona de glamour. Gana buen dinero, es famoso, viaja continuamente y las muchachas (jóvenes y maduras) lo acosan para irse con él a la cama, le envían fotos desnudas, le preguntan si prefiere que no se depile el pubis, otra se hace un tatuaje en una nalga con una frase extraida de Trilogía sucia, le confiesan sus pequeños pecados, son infieles a sus maridos con tal de probar al erótico escritor. En fin. Todo muy efervescente. Y es cierto. En buena medida es así. Pero también es cierto el lado oscuro del asunto. La mayor parte del tiempo uno vive encerrado en una habitación silenciosa y solitaria,  conviviendo, dialogando, discutiendo con gente nada recomendable: asesinos en serie, viejos pervertidos, tipos retorcidos, mujeres infieles y atormentadas, gente que vive en situación límite, desasosegados, agresivos, borrachos, cínicos, hijos de puta, viejos deprimidos porque se han quedado solos al final de su vida. Esos son los personajes que generan situaciones dramáticas. La gente buena, sosegada, tranquila, que hace sus oraciones por la noche y duerme nueve horas seguidas en paz, que no se desvelan y no tienen remordimientos, no sirven para los libros. La gente buena, pacífica, que toma té en vez de tequila, y va al gimnasio en vez de fumar, no  son útiles. Utilizamos básicamente a la gente mala y odiosa.
Lógico: cuando llevas  20 años escribiendo rodeado de ese tipo de personas ya estás contaminado y tú también eres infeliz, estás lleno de dudas, remordimientos, eres un retorcido, vives en la cuerda floja, atormentado y sin saber bien cuál es  el mejor camino para limpiar un poco tu cabrona conciencia.
Por supuesto, ese es el lado oscuro del escritor. Es decir, lo que se oculta.  Uno normalmente no lo reconoce en ninguna entrevista. Lo más que uno hace es mirar muy serio a la cámara del fotógrafo. Lo más serio que uno pueda para  que la gente se de cuenta de que algo pasa, que las cosas no están muy claras y que somos unos caóticos de mierda con tremendo enredo. A veces, unos minutos después, logras aclararte un poco y entonces firmas libros, sonríes a esa señora que se insinúa y te pega las tetas al brazo disimuladamente mientras te pregunta si todo lo que escribes es verdad o inventas algo, y no le contestas. En cambio le sonríes y le dices: nuestro corazón rebosa de amor, señora, qué pechos más cálidos y qué hermosos. Y ella se sonroja. Y así ocultamos el lado oscuro. Y los pájaros que están en mi cabeza chillan. Pero nadie los escucha. Chillan y chillan.

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