Al fin uno logra pasar más allá de la recepción y deja los bolsos en grave peligro. En realidad no hay mucho que ver. Quedan unos pocos muebles, unos pocos cuadros, unos pocos libros de la inmensa biblioteca, algunas máquinas de escribir despachurradas y oxidadas. Jamás botó ninguna máquina. Hay un par de habitaciones desangeladas y ya. Se acabó. Todo lo hemos visto en pocos minutos. No hay un folleto explicativo así que no me entero de nada. Uno intenta imaginarse a Lezama por allí, ahogado, asfixiado por el asma, pero sin abandonar sus tabacos humeantes, escribiendo, ya viejo, dejando que los días pasaran, recibiendo algunas visitas de curiosos que casi siempre vienen a entrevistarlo y a repetirle las mismas preguntas.
Mi casa

© Héctor Garrido
miércoles, 16 de abril de 2014
EL FANTASMA DE LEZAMA LIMA
La casa donde José
Lezama Lima vivió casi toda su vida está a pocas cuadras de la mía, en
Centro Habana. En Trocadero 162. Ahora es un pequeño museo. La han
cambiado un poco. Era una casa estrecha, pero ahora utilizan también la
casa de al lado y derribaron el muro que separaba los patios. Se entra
por lo que era la casa de los vecinos, creo que un poco más amplia. Y
el resultado es que se ha perdido por completo la atmósfera, un poco
oscura y claustrofóbica, de la verdadera casa donde vivió el escritor.
En la recepción uno paga, muy poco, casi nada, y recibe imperativas
instrucciones sobre el precio de cada foto que tome. Si no paga no puede
tomar fotos, y si paga sólo son cinco fotos. Uno además tiene que
dejar los bolsos sobre una mesa. La empleada insiste en que están bien
cuidados, aunque es evidente que es todo lo contrario. Y entonces uno
entra, pensando que el fantasma de Lezama se burla socarrón de nosotros y
de todos los curiosos que asoman el hocico por allí. Y que por tanto
se ven obligados a toda esa absurda y kafkiana ceremonia de bienvenida.
Al fin uno logra pasar más allá de la recepción y deja los bolsos en grave peligro. En realidad no hay mucho que ver. Quedan unos pocos muebles, unos pocos cuadros, unos pocos libros de la inmensa biblioteca, algunas máquinas de escribir despachurradas y oxidadas. Jamás botó ninguna máquina. Hay un par de habitaciones desangeladas y ya. Se acabó. Todo lo hemos visto en pocos minutos. No hay un folleto explicativo así que no me entero de nada. Uno intenta imaginarse a Lezama por allí, ahogado, asfixiado por el asma, pero sin abandonar sus tabacos humeantes, escribiendo, ya viejo, dejando que los días pasaran, recibiendo algunas visitas de curiosos que casi siempre vienen a entrevistarlo y a repetirle las mismas preguntas.
Así
que, como todos los curiosos que visitan la casa, intento imaginar al
Maestro, aburrido, dando vueltas por allí. Inventando algo más que
escribir. Porque los escritores, todos, después que pierden el impulso
juvenil con que empezaron en este oficio, siguen inventando algo más.
Siempre debe haber algo más que escribir porque ya el vicio de la
escritura nos mordió en la yugular y nos jodimos. Es un virus inoculado
en la sangre. Por ejemplo, yo, he inventado este blog a ver si funciona y
así escribo apuntes, ideas, poemas, no sé, cualquier cosa curiosa que
se me ocurre y no cabe en un libro. Bueno, decía antes de esta digresión
que intenté imaginar al Maestro aburrido por allí, pero no. No veo nada
y no imagino nada.En realidad, en casi treinta años que somos vecinos
es primera vez que he venido a visitar a Lezama. Porque ando por aquí
con Lorena M., una investigadora norteamericana que estudia algo sobre
mi obra y -no sé por qué- se me ocurrió invitarla a venir.
Así que
recogemos los bolsos, doy las gracias a las empleadas que me sonríen
encantadas y yo también les sonrío encantado, y salimos a la calle. La
luz cegadora de las dos de la tarde me encandila. Cerca hay un hombre,
un oriental simpático y juguetón, con un carro lleno de cocos de agua. A
diez pesos. Invito a mi invitada. El tipo abre dos. Cojo una pajilla
plástica y bebo medio litro de agua de coco. El tipo, por decir algo:
"Eso es muy bueno pa los riñones". Asiento con la cabeza y le sonrío
educadamente. No tengo ganas de hablar boberías. Tiro el coco vacío en
una caja que tiene allí como basurero. Le doy las gracias y me voy.
Alerto a Lorena M. que este es el barrio de Colón y que tenga cuidado.
Me asegura que es chicana y que sabe defenderse y está acostumbrada a la
violencia y todo eso. Ok, le digo, entonces chau. Nos vemos. Y me voy
por la sombrita. Hay un sol del carajo.
Al fin uno logra pasar más allá de la recepción y deja los bolsos en grave peligro. En realidad no hay mucho que ver. Quedan unos pocos muebles, unos pocos cuadros, unos pocos libros de la inmensa biblioteca, algunas máquinas de escribir despachurradas y oxidadas. Jamás botó ninguna máquina. Hay un par de habitaciones desangeladas y ya. Se acabó. Todo lo hemos visto en pocos minutos. No hay un folleto explicativo así que no me entero de nada. Uno intenta imaginarse a Lezama por allí, ahogado, asfixiado por el asma, pero sin abandonar sus tabacos humeantes, escribiendo, ya viejo, dejando que los días pasaran, recibiendo algunas visitas de curiosos que casi siempre vienen a entrevistarlo y a repetirle las mismas preguntas.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Me gusta esto!
ResponderEliminar