Mi casa

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© Héctor Garrido

martes, 30 de septiembre de 2014

LA LITERATURA SAGRADA



En estos días de septiembre hace 20 años que comencé a escribir la Trilogía sucia de La Habana. La historia comenzó muy atrás. En 1968, yo tenía 18 años cuando comprendí que lo que más deseaba en la vida -de un modo absoluto y total- era ser escritor. Era una vocación intensa e inexplicable. En mi familia no había antecedentes.Tampoco en los alrededores. ¿Por qué llegué a esa decisión temprana y definitiva? No sé. Supongo que como leía muchísimo y veía tanto cine pues me incliné por escribir yo también mis historias. Ya en ese momento tenía decenas de historias muy interesantes que podía contar. Conocía a mucha gente, desde niño andaba en la calle  vendiendo helados, en la valla de gallos de Matanzas, a dos pasos del barrio de las putas, tenía novias, amigos, estuve en el servicio militar, muy intenso y extenso, desde los 16 hasta los 21 años. Fueron años especialmente locos y desequilibrados en Cuba. La mitad de mi familia -8 ó 9 tíos, cada uno con 4-5 hijos- se habían ido al exilio en USA. En fin, sobraba material variado, intenso, estremecedor. Pero, claro, yo no tenía la más mínima idea de cómo escribir un cuento, menos una novela. Tampoco sabía que cada hecho de la vida requiere una larga sedimentación antes de pasar al papel.
Así que supuse que tenía que vivir a full. Multiplicar más aquella vida, acelerar más.Tener millones de amigos, de mujeres, viajar, conocer y tratar a todo tipo de gente. Todo menos estudiar literatura. Pensaba -lo pienso todavía- que un conocimiento exhaustivo de la literatura amordazaría mi audacia, mi osadía y mi capacidad de escribir libremente lo que me diera la gana. Quería ser arquitecto para ganarme los frijoles y esconder todo lo que escribiera. Que nadie se enterara. Alejarme del mundo de los escritores. Nunca fui arquitecto pero sí me mantuve bien alejado del mundo de los escritores. ¿Por qué esa manía? Quizás porque mis modelos -inconscientes- eran Hemingway y Truman Capote.
Escribía poemas y cuentos y los escondía siempre. Al cabo de dos o tres semanas releía. Ya no me gustaban. Me parecían ridículos. Los tiraba a la basura. Sobrevenía el olvido total. Mente fresca y limpia, y a otra cosa. Así pasaban los años. Y yo escondiendo y tirando todo lo que escribía.
Era un proceso solitario de aprendizaje. Lecturas extensas e intensas y escritura secreta. Además del periodismo nuestro de cada día. Hice todo tipo de periodismo durante 26 años: radio, TV, diarios, revistas, agencia de noticias. 
Así hasta que en septiembre de 1994 mi vida había tocado fondo en todos los sentidos. Vida familiar, ideales políticos, economía, creencias. Todo se había ido al carajo y yo lograba mantenerme a flote a duras penas, pero sin timón. Iba al garete en medio de una tormenta muy seria. Y escribí un cuento. Un mes después me seguía gustando. Escribí otro. Y así. Hasta completar los 60 relatos que conforman un libro que después se llamó Trilogía sucia de La Habana. Después escribí otros libros y he  ido publicando lo que me parece publicable.
Han pasado los años. Y algo ha cambiado. Ya no veo la literatura como algo sagrado que hay que ocultar y guardar sólo para uno.
 Ahora para mí la literatura es sólo un método de la memoria, un sistema muy coherente para guardar los infinitos recorridos de nuestras vidas superpuestas. Nuestras vidas ocultas y secretas. Es el único sistema capaz de entrar muy a fondo en el complejísimo e inexplicable entramado de cada vida humana. Así que no es sagrada  según el concepto religioso de lo sacro, pero de todos modos es absolutamente imprescindible en el proceso civilizatorio. Sin literatura creo que perdemos la brújula y derivamos hacia un largo y cruel naufragio. El siglo XX y lo que va del XXI ha generado una eclosión tan enorme y disparatada de literatura, cine, música, arte, inventos, tecnología, guerras, medios de comunicación, viajes, locura y tensión que estoy aturdido. ¿Todos estamos aturdidos? Busco un camino que me aleje de la confusión. Y lo estoy encontrando. ¿Alguien cree que se ha salvado?

lunes, 29 de septiembre de 2014

JUGUETES PARA MILLONARIOS

Aquí estoy, jugando. Escondido detrás de una escultura de Jeef Koons, en el Whitney Museum, de Nueva York. Presentan una enorme retrospectiva de ese artista (150 piezas en total) en cuatro pisos del museo, desde junio hasta octubre de este año. Como sabemos, Koons recibe continuos elogios sobre todo por los altísimos precios que se pagan por sus obras. Encarna a la perfección el espíritu de la época: el espíritu mercantil. Fabrica juguetes para millonarios, según la expresión de un conocido estudioso europeo.
Por suerte, la dirección del museo -para equilibrar- ha instalado en el quinto piso una estupenda -aunque pequeña- retrospectiva de Hopper. Apenas seis o siete cuadros pero la verdad es que compensa de tanta frivolidad y uno sale del museo con la sensación de que no ha perdido el tiempo. El Whitney nunca había dedicado tanto espacio a un artista. Koons es el artista vivo más cotizado al día de hoy. Con 59 años, fue corredor de bolsa antes de comenzar su vida de artista, dato clave para entender el resto. Para tener una idea: en noviembre 2013 su obra Balloon Dog fue subastada en Christie's, de NYC en 43 millones de euros. 
Otro día recorrí unas 30 galerías de arte en Chelsea. Y la verdad es que apenas he estado unos pocos minutos en cada una. Suficiente para ver banalidad y superficialidad. Más juguetitos, sólo que mucho más baratitos en comparación con los de Mr. Koons. No obstante, hay que reconocer que Koons es ingenioso y astuto. Utiliza materiales que simulan ser otra cosa. Muñecos de aluminio policromado que parecen de plástico. Y además los manda a fabricar en talleres donde los hacen enormes, fuera de escala. Así impresionan más. ¿Y qué más? Nada más. Eso es todo. 
Es lo mismo que está pasando en la literatura en USA. Se publican muy pocos libros que intentan ir más allá del entretenimiento. Muy pocos. La enorme mayoría sólo se esfuerzan por ser simples y políticamente  correctos. No molestar, no profundizar, no ir hasta el fondo. Sucede en el cine, en la música, en todo. A Europa llegó hace tiempo esa onda de ser correctos y educados, no molestar y no abrir las puertas cerradas. El asunto entonces es: si los artistas respetan las fronteras, la sociedad se estanca. La búsqueda humanista siempre ha sido transgresora. De ahí las muchísimas inquisiciones (no sólo la católica) que ha sufrido y sufre la humanidad. 
Ante este panorama da la impresión de que estamos convirtiéndonos en tontos. Al menos es lo que parece a simple vista. ¿Quedaron atrás tiempos mejores? Esta es la pregunta clásica del típico viejo amargado que siempre mira atrás y dice que ya pasaron los buenos tiempos... En fin, no quiero adoptar ese tono. Todo lo contrario: proyectarnos más allá. La dinámica del desarrollo  supone que siempre se avanza  a pesar de algunos momentos de retroceso o de dar vueltas sobre uno mismo, como el perro que se muerde la cola. Así que tal vez evolucionamos hacia algo mejor. O peor. Pero  tenemos que hablar, dudar, cuestionar y preguntar. Por ejemplo, yo siempre me pregunto: ¿Cada día hay más tecnología, más espíritu tecnológico, y menos humanismo? Y mi respuesta es: Sí, en los países desarrollados sí, definitivamente. Europa y América del Norte. Queda una gran reserva en los países pobres donde seguimos con enormes carencias tecnológicas y no somos tan cuidadosos ni tan educaditos, ni tan correctos, ni tan miedosos. Así que no todo está perdido. Quedan reservas.
Siempre nos quedan otros caminos. Y quedan artistas medio locos que se atreven y no tienen miedo a salirse del homogéneo grupito. No todos vamos por  el mismo camino trillado. Quedan ovejas negras en este jodío rebaño.

miércoles, 24 de septiembre de 2014

EL DETECTOR DE MIERDA

Acabo de leer La camarera (The Cocktail Waitrees, 2012), la última novela que escribió James M. Cain (1892-1977). El famoso autor de Pacto de sangre (1943)y de El cartero siempre llama dos veces (1934). En total publicó en vida unos 19 títulos. Todos fueron folletines baratos de gran tirada, portadas estridentes y nada más. Y otros 4 folletines que le han endilgado después, aprovechando que ya el tipo no puede opinar. Lo mejor que escribió fue El cartero y Pacto, que siguen siendo dos novelas de culto en el género negro,  que me gustan mucho y releo cada unos cuantos años. Lo demás se ha olvidado, como es lógico. Ya tenía casi 83 años cuando emprendió la escritura de La camarera. No le salía. Se conservan los manuscritos donde cambiaba todo una y otra vez. Pasó dos años luchando con aquello hasta que al fin  murió sin terminarla. O sí la terminó pero él sabía que no funcionaba. Nunca llegó a una versión definitiva. Ahora un editor astuto, Charles Ardai, recuperó el manuscrito que se había quedado olvidado en la oficina del agente de Cain. El editor -en un epílogo- confiesa que tuvo que editar a fondo porque había muchas variantes para cada párrafo. Al fin  nos da un texto que parece un Frankestein. Es una novela inconsistente, floja, tonta, nada convincente, con una protagonista que actúa de un modo irreal y dando traspiés. En fin, Cain queda muy mal parado con este adefesio.
Nos cuenta mister Ardai: "En 1975 James M. Cain tenía casi 83 años, moriría al cabo de dos años, su estrella que se había elevado tan meteóricamente en los años 30 y 40, cayó con la misma velocidad meteórica. Se trasladó del este de Hollywood a Hyattsville, Maryland, donde sufrió una dolorosa enfermedad cardíaca que lo iba consumiendo: angina de pecho."
Y en esa situación intenta escribir en primera persona sobre una mujer común y corriente -Joan Medford- que pretende salir adelante en la vida y se ve enredada en situaciones difíciles con dos o tres asesinatos por el medio. Pero ya el escritor no es el mismo. En algún momento fue considerado por unos pocos,  uno de los tres grandes de la ficción negra de USA. Los otros  serían -obvio- Raymond Chandler y Dashiel Hammett. Creo que  es un exceso calificar a Cain al mismo nivel de los otros dos. Ni de lejos. Pero no voy a entrar en detalles. Por cierto, Chandler, que era muy venenoso, odiaba a Cain y escribió sobre él: "Es todo lo que detesto en un escritor...". Pero es mejor no escuchar nunca a un escritor hablando sobre otro escritor vivo. Los muertos siempre son estupendos.
Bueno, pues el ancianito tuvo el buen tino -evidentemente tenía el cerebro claro- de saber que su novela no funcionaba y jamás la entregó para la imprenta. Ya el escritor estaba agotado. O no tenía suficiente fuerza para  escribir sobre un tema tan duro. En fin, lo que fuera. No funcionaba. Y él lo sabía. Y su agente y su editor en aquel momento lo respetaron y no la publicaron.
Ahora  viene este editor, la "rescata", la rearma a su antojo y la publica. ¡Un fiasco!
Sucede con frecuencia. Los escritores escribimos mucho. Es un vicio. Escribir algo todos los días. Yo, por ejemplo, me inventé este blog y además llevo un diario. Así no escribo cuentos, poemas y novelas sin parar, como un loco. ¡No! Escribo en el diario todas las barbaridades que se me ocurren y todo queda en casa. Así y todo, dejaré mucho sin publicar. Libros enteros que están por ahí, escondidos. Todos dejaremos mucho sin publicar. Hay que respetar a los lectores. Y, sobre todo, respetarse uno mismo. Tomar distancia y decir: "Esto que acabo de escribir es una mierda". Y no creer que somos infalibles y estupendos las 24 horas del día los 7 días de la semana. Ya lo decía Hemingway: "Hay que tener encendido siempre el detector de mierda".


martes, 2 de septiembre de 2014

LITERATURA Y EXILIO

Cada escritor aporta involuntariamente su punto de vista al conjunto al que pertenece. Algo paradójico porque al mismo tiempo el oficio de escritor es el más solitario e individual del mundo. Por ejemplo en el caso de Cuba, escritores tan antagónicos como Nicolás Guillén y Guillermo Rosales apuntan con su obra a la misma diana, al  centro del macro-asunto que a la vez los une y separa . O Reynaldo Arenas y Carpentier. Desde posiciones morales, estéticas y políticas tan contrapuestas aportan luz sobre el gran tema que en el fondo es lo que les interesa: Cuba y el Caribe.
Algo parecido sucede en  cada país donde se ha conformado un cuerpo literario extenso y sólido. Los países que no lo han logrado no tienen una memoria tan minuciosa. Porque la literatura es ante todo una gran reserva de la memoria colectiva. Es la memoria la que nos da cuerpo, vitalidad y fuerza. Un país que para conocerse disponga sólo de los libros de historia tendrá bases muy frágiles para el desarrollo humanista de su proceso civilizatorio.
Acabo de leer dos novelas cortas de la rusa Nina Berberova (1901-1993): La acompañante y El lacayo y la puta. Nina se fue de su país en 1922 cuando ya Lenin estaba enfermo y le quedaba apenas un año de vida. Stalin se afilaba los colmillos y era evidente que Lunacharsky, el comisario para la cultura, no podría detener la represión brutal y las purgas que comenzarían en breve.
De ese modo Nina  se convirtió en una exiliada. Apenas con 21 años. Con escalas en Berlín, Praga, Sorrento, París, Suecia. Finalmente llegó a Estados Unidos con 75 dólares en el bolsillo, en 1950. Fue una mujer de un calibre especial. En 1958 ya era profesora en Yale. Después en Princeton. En 1989 regresó por unos pocos días a su patria. Tras 67 años de ausencia. Le impresionó más el empobrecimiento moral e intelectual que el desastre económico porque sobre esto último estaba informada.
Escribió una autobiogafía excelente y una obra sólida. Sin embargo, sólo empezó a publicar y fue conocida en el mundo a los 88 años, cuando el editor jefe de Actes Sud, en París, la descubrió. Le quedaban apenas cuatro años de vida.
Nina formó parte de un importante conjunto de escritores rusos: los llamados rusos blancos, los que se fueron al exilio a partir de 1917, huyendo de los bolcheviques. Como sabemos, hay otro conjunto decisivo: los realistas rusos del siglo XIX. Y aún otro conjunto felizmente olvidado: los que hicieron una literatura de propaganda dentro de la ex-URSS. Y  dentro de ellos, el grupo de los disidentes, con cumbres como mi querido Boris Pasternak y Solchenitzen.  En el exilio el más conocido y reputado: Vladimir Nabokov. 
Aunque la vida de Nina estuvo marcada a fuego por la política, ella -como hace todo escritor con suficiente talento- logró eludir siempre la inmediatez vulgar de la política. Casi todos sus personajes son emigrados rusos en París, venidos a menos, humillados, marcados por las miserias de todo tipo que provoca el exilio en quienes lo sufren. Pero Nina no machaca buscando culpables. En sus relatos  nos coloca ante una situación extrema y nos dice: "Las cosas son así, miserables, sucias,  denigrantes y deprimentes. Estamos desmoralizados y perdidos, esto es lo que nos ha tocado vivir". Suficiente. Por eso, al poner una frontera tajante entre el panfleto político y sus relatos  logró una obra universal e intemporal que será útil y maravillosa por un tiempo indefinido. Se agradecen los libros de Nina Berberova, esta mujer que abre su corazón ante nosotros, como si nos dijera: "Sí, es duro y brutal. La vida no es para gente floja y cobarde".