Mi casa

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© Héctor Garrido

martes, 2 de septiembre de 2014

LITERATURA Y EXILIO

Cada escritor aporta involuntariamente su punto de vista al conjunto al que pertenece. Algo paradójico porque al mismo tiempo el oficio de escritor es el más solitario e individual del mundo. Por ejemplo en el caso de Cuba, escritores tan antagónicos como Nicolás Guillén y Guillermo Rosales apuntan con su obra a la misma diana, al  centro del macro-asunto que a la vez los une y separa . O Reynaldo Arenas y Carpentier. Desde posiciones morales, estéticas y políticas tan contrapuestas aportan luz sobre el gran tema que en el fondo es lo que les interesa: Cuba y el Caribe.
Algo parecido sucede en  cada país donde se ha conformado un cuerpo literario extenso y sólido. Los países que no lo han logrado no tienen una memoria tan minuciosa. Porque la literatura es ante todo una gran reserva de la memoria colectiva. Es la memoria la que nos da cuerpo, vitalidad y fuerza. Un país que para conocerse disponga sólo de los libros de historia tendrá bases muy frágiles para el desarrollo humanista de su proceso civilizatorio.
Acabo de leer dos novelas cortas de la rusa Nina Berberova (1901-1993): La acompañante y El lacayo y la puta. Nina se fue de su país en 1922 cuando ya Lenin estaba enfermo y le quedaba apenas un año de vida. Stalin se afilaba los colmillos y era evidente que Lunacharsky, el comisario para la cultura, no podría detener la represión brutal y las purgas que comenzarían en breve.
De ese modo Nina  se convirtió en una exiliada. Apenas con 21 años. Con escalas en Berlín, Praga, Sorrento, París, Suecia. Finalmente llegó a Estados Unidos con 75 dólares en el bolsillo, en 1950. Fue una mujer de un calibre especial. En 1958 ya era profesora en Yale. Después en Princeton. En 1989 regresó por unos pocos días a su patria. Tras 67 años de ausencia. Le impresionó más el empobrecimiento moral e intelectual que el desastre económico porque sobre esto último estaba informada.
Escribió una autobiogafía excelente y una obra sólida. Sin embargo, sólo empezó a publicar y fue conocida en el mundo a los 88 años, cuando el editor jefe de Actes Sud, en París, la descubrió. Le quedaban apenas cuatro años de vida.
Nina formó parte de un importante conjunto de escritores rusos: los llamados rusos blancos, los que se fueron al exilio a partir de 1917, huyendo de los bolcheviques. Como sabemos, hay otro conjunto decisivo: los realistas rusos del siglo XIX. Y aún otro conjunto felizmente olvidado: los que hicieron una literatura de propaganda dentro de la ex-URSS. Y  dentro de ellos, el grupo de los disidentes, con cumbres como mi querido Boris Pasternak y Solchenitzen.  En el exilio el más conocido y reputado: Vladimir Nabokov. 
Aunque la vida de Nina estuvo marcada a fuego por la política, ella -como hace todo escritor con suficiente talento- logró eludir siempre la inmediatez vulgar de la política. Casi todos sus personajes son emigrados rusos en París, venidos a menos, humillados, marcados por las miserias de todo tipo que provoca el exilio en quienes lo sufren. Pero Nina no machaca buscando culpables. En sus relatos  nos coloca ante una situación extrema y nos dice: "Las cosas son así, miserables, sucias,  denigrantes y deprimentes. Estamos desmoralizados y perdidos, esto es lo que nos ha tocado vivir". Suficiente. Por eso, al poner una frontera tajante entre el panfleto político y sus relatos  logró una obra universal e intemporal que será útil y maravillosa por un tiempo indefinido. Se agradecen los libros de Nina Berberova, esta mujer que abre su corazón ante nosotros, como si nos dijera: "Sí, es duro y brutal. La vida no es para gente floja y cobarde".

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